AGUSTÍ COLOMINES
Vayas donde vayas, hables con quien hables, si los interlocutores no están relacionados con los ambientes de la política, las críticas contra la llamada clase política son colosales. No salvan de la quema a ninguno. Los más críticos son los independentistas. Quienes protagonizaron las grandes y multitudinarias manifestaciones de la década soberanista. Están hartos de las trifulcas entre los partidos. De sus “engaños”, sobre todo. Y les reprochan la pasividad. Los partidos del 1-O han logrado fastidiar a la base independentista. No es una mera especulación mía, la abstención en las últimas elecciones autonómicas lo demuestra sobradamente. Perder más de setecientos mil votos entre todos los partidos independentistas no es poca cosa. La euforia, exagerada y equivoca, de los tres partidos independentistas porque podían blandir que, pese a todo, representaban al 52% de los electores que fueron a votar, ha tapado el profundo malestar que se ha ido incubando desde hace tiempo. El independentismo salvó los muebles el 14-F, pero de inmediato reprodujeron las peleas que han contribuido tanto o más a la derrota de 2017 que la represión policial y judicial española.
Así como la gente ha terminado por desconfiar de los políticos, lo habitual es que los políticos también recelen del empoderamiento de la gente, del pueblo. En su temprano y celebrado ensayo sobre la relación entre la masa y el poder, Elias Canetti advertía de las consecuencias negativas de ejercer mal el poder. El error en el que caen a menudo aquellos que tienen en sus manos el poder es buscar inicialmente la abnegación voluntaria, el sacrificio patógeno, de la masa, para luego marginarla. Pero los tiempos del dirigismo feroz es difícil que puedan reproducirse y por eso lo que impera es la tendencia de muchos políticos a caer en el autoritarismo. En las democracias liberales de verdad, el concurso de los ciudadanos es imprescindible. Aún así, desde hace años que el pueblo, sobre todo si es un pueblo concienciado y movilizado, molesta a los políticos. Sin el pueblo levantado, el proceso soberanista no habría ni empezado a andar. En las comisiones ciudadanas que organizaron las consultas soberanistas entre 2009 y 2010, así como en las asambleas territoriales de la PDD o de la ANC, participaban militantes de los partidos políticos, pero ninguna de estas iniciativas era resultado de una estrategia diseñada por los partidos.
Los partidos han intentado meter mano a la sociedad civil a su gusto para evitar que hicieran la suya. Cuando lo han logrado, normalmente han destruido estas organizaciones. Lo vimos con la PDD y lo estamos viendo con la ANC, si no pone remedio el nuevo secretariado a elegir pronto. Incluso el Llamamiento fue liquidado por los partidos. De momento, el Consejo por la República (CxR) se salva de este “control” partidista, quizás porque ninguno de los dos partidos grandes cree en él de verdad, pese a la militancia de Carles Puigdemont en Junts. El Consejo es una organización que tiene un crecimiento lento e indefinido, que aparece y desaparece a una velocidad de vértigo. La prueba de que el CxR actúa con total independencia es que fue de las primeras instituciones de la sociedad civil que se posicionó en contra del pacto alcanzado por PSC, Esquerra, Junts y En Comú Podem para enmendar la Ley de Política Lingüística de 1998. El comunicado que emitió el CxR sólo podía satisfacer a la CUP, organización que, mira por dónde, no está representada oficialmente.
La profesora mexicana Beatriz Stolowicz también observa un desprestigio de la política en el conjunto de América latina. Como en todas partes, nos explica, esta crisis se manifiesta en expresiones como “todos los políticos son iguales”, “sólo se representan a sí mismos”, “se han alejado de la gente”, “no luchan por ideas, sino por las prebendas”. En Cataluña, los críticos con los políticos todo esto lo resumen con la acusación de que han renunciado a los principios y a la lucha por la independencia por la “paguita”. Esta crítica generalizada al elitismo político, que, por su parte, estaba bien justificada, en Latinoamérica abrió sus puertas al populismo actual, con todos los matices que haya que considerar, de donde vio, por ejemplo, el entorno de Podemos y los comunes. En Europa, los movimientos alternativos también han dado cuerda a la extrema derecha. La paradoja es que la crítica al sistema democrático de estos dos extremismos se ha disuelto y hasta se ha debilitado cuando algunos de los partidos “alternativos” han entrado a formar parte del sistema.
El independentismo nunca puede ser parte del sistema porque, por esencia, es un movimiento de ruptura. De ruptura con el Estado, de subversión de la legalidad impuesta, de resistencia a la injusticia. Esto no quiere decir que los partidos independentistas no puedan aspirar a gobernar la autonomía, ‘mientras tanto’. Claro que sí. Ahora bien, es necesario que todo el mundo sea consciente de que la autonomía no es un fin en sí mismo. Es sólo un medio para tener un mínimo control del proceso de emancipación. Hay que aprender a gobernar de otra forma si los partidos no quieren decepcionar a la masa. Es necesario que tejan complicidades con los agentes sociales y que desplieguen la fuerza del independentismo como una hidra benéfica que sea imposible de extirpar. Lo peor del pacto sobre la continuidad o no de la inmersión lingüística ha sido constatar, una vez más, que los partidos desprecian la sociedad civil. Con la reforma del horario escolar el Govern ya demostró tener un nivel de sensibilidad social bajo cero. Si no creen en el pueblo, si desconfían del mismo porque sólo creen en la revolución desde arriba, los partidos independentistas deberían ser bolcheviques. Los hechos de 2017 es la prueba de que no lo son. Por el contrario, o bien son una agencia de colocación o bien una olla de grillos. A veces son ambas cosas a la vez.
Publicado en la Revista Mirall , 30/03/2022