Manuel, Isidro y el anotador

En 1992, la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos decidió definir el país como nación “pluricultural”, y reconocer de esa forma la gran cantidad de lenguas que se hablan en él. Curiosamente, la Constitución mexicana no dicta que haya ninguna oficial, pero ese es el papel que, de facto, tiene el español. ¿Cuántas lenguas se hablan en México? Entre sesenta y cien, depende de hasta qué punto variantes claramente diferenciadas se consideren lenguas distintas. Puestos en plan hiperdialectalizador, algunos cuentan más de trescientas.

Esa gran diversidad lingüística está a punto de padecer una nueva baja, la del ayapaneco, de la familia de las lenguas mixezoqueanas. Está a punto de desaparecer porque ya sólo quedan dos hombres que la hablen. Uno se llama Manuel Segovia y el otro Isidro Velázquez. El primero tiene 75 años y el segundo 69, lo que significa que de aquí a unos años o unos lustros –el Señor quiera que sea de aquí a mucho tiempo– dejarán este perro mundo; primero uno y después el otro, cabe suponer. Pero, por si ese panorama no fuese suficientemente desolador para el ayapaneco, resulta que esos dos únicos hablantes de la lengua están enemistados, y llevan años sin dirigirse la palabra.

Los orígenes del ayapaneco están en Ayapan, en el estado sureño de Tabasco, famoso por platos deliciosos como el pejelagarto asado y la iguana al chirmol. Una nota de la agencia Efe explica la situación actual de los dos señores que hoy nos ocupan: “Ambos viven en la pequeña comunidad de Ayapan y, aunque sus casas están separadas tan sólo por 500 metros, no mantienen relación alguna desde hace años, por un desencuentro del que se desconoce el origen. Según información proporcionada a Efe por el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, Segovia les explicó en su momento que a mediados del siglo XX todavía quedaban casi ocho mil familias ayapanecas, y que a partir de la construcción de la carretera entre Villahermosa y Comacalco comenzó la migración de estos pobladores y, con ello, la paulatina extinción de su lengua”.

¿Morirá primero Manuel, el mayor, o Isidro, aun siendo el menor? Tanto da si, al no dirigirse la palabra, de hecho la lengua está ya muerta, a no ser que a alguno de ellos le guste ir por ahí hablando solo, como a veces sucede cuando sobreviene la vejez. Y cuando al último le llegue también el momento fatídico, el problema será para los anotadores de últimas frases, esos hombrecitos que viven bajo los lechos de muerte, aguzando el oído para recoger las últimas palabras que la gente dice antes de expirar: “¡Luz, más luz!” (Goethe), “¡Esto es absurdo!” (Freud) o “¿De verdad tengo pinta de marica?” (Rodolfo Valentino). Es evidente que, sean cuales sean las del último ayapanecohablante, el anotador de últimas palabras no las entenderá y se cagará bastante en todo.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua