Luis XIV y la represión de protestantes que originó el concepto de “refugiado”

El Rey Sol llevó las sombras al culto protestante en Francia. Con el Edicto de Fontainebleau de 1685, oficializó una feroz persecución iniciada ya unos años antes para estupor del resto de Europa

Para ser rey de Francia, Enrique IV (de Francia, III de Navarra) renunció al protestantismo aplicando la máxima que le atribuye la historia: “¡París bien vale una misa!”. En 1598 promulgó el Edicto de Nantes (Sobre la pacificación de los disturbios de este reino), que puso fin a más de cuarenta años de guerras religiosas y civiles, lo que explica su apelativo de buen rey y que aún hoy sea considerado por los franceses el mejor monarca de su historia.

El edicto garantizaba a los hugonotes el ejercicio público de la religión protestante e inauguraba una coexistencia inédita en una Europa donde la pluralidad religiosa no era aceptada ni por la confesión católica ni por la protestante. Por primera vez se separaba la política de la religión, se protegía a los creyentes disidentes de la creencia mayoritaria y se podía ser súbdito del rey sin ser su correligionario.

Casi un siglo después, en 1685, su nieto Luis XIV firmaba en Fontainebleau la revocación del Edicto de Nantes y suprimía de un plumazo el culto protestante. Fue uno de los principales baldones de su reinado, aunque gozara de gran popularidad, porque la mayoritaria población católica hizo suyas las palabras del obispo Bossuet a los pastores protestantes: “Puedo perseguiros porque yo estoy en lo correcto y vosotros no”.

La corte de los milagros

Entre las causas de la hostilidad del Rey Sol hacia los hugonotes suelen invocarse su conversión religiosa tras la muerte de su esposa María Teresa de Austria y la influencia de madame de Maintenon, Bossuet y su confesor, el jesuita De la Chaise. “Yo creo que la reina ha pedido a Dios la conversión de toda la corte, y la del rey es admirable”, escribió madame de Maintenon.

Para congraciarse con el soberano, damas y cortesanos se volvieron devotos, no salían de la iglesia y celebraban los domingos como si fueran días de Pascua. Al levantarse, el rey reprendía en voz alta a quienes no cumplían con los servicios divinos. Al decir de sus coetáneos, como Saint-Simon o la princesa palatina, Luis XIV habría hecho penitencia sobre las espaldas de los hugonotes para expiar sus pecados y sus escandalosos amoríos.

No obstante, la política hacia los reformados de Luis XIV no puede separarse de la que siguió, por ejemplo, con el papado, pues pretendía reinar tanto en lo espiritual como en lo temporal, por lo menos en igual medida en que lo hacía en la Iglesia anglicana un rey inglés. Quería convertir su reino en un reino católico independiente de Roma y aspiraba a ser el faro de Europa.

El campeón del catolicismo

En 1681, se erigió en adalid de la ortodoxia contra el papa, el emperador Leopoldo I y el proyecto aprobado por ambos de un concilio ecuménico donde los teólogos protestantes, representados en voto por católicos, serían recibidos en pie de igualdad.

Después del aplastamiento del poderoso ejército otomano que sitió agónicamente Viena, la rivalidad con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, engrandecido por la victoria contra los turcos, reforzó su inclinación a presentarse como el campeón del catolicismo, tomando a los hugonotes franceses como cabeza de turco.

Antes de la revocación del Edicto de Nantes, la monarquía francesa ya había adoptado medidas para restringir el culto calvinista: se prohibió cantar los salmos en lugares públicos y la enseñanza de materias doctrinales en las academias y colegios protestantes, se destruyeron templos y se suprimieron las instituciones donde estaban representadas ambas religiones. Se excluyó a los ochocientos mil protestantes de los oficios reales y señoriales y de lo que hoy denominaríamos profesiones liberales (abogado, médico, apotecario, impresor o librero).

La edad para que los calvinistas pudieran convertirse se rebajó a los siete años, por considerar que los niños ya eran entonces capaces de razón y fe en una cuestión tan importante como su salvación, y se gratificaron las abjuraciones mediante un fondo especial cuya administración recayó en Paul Pellisson, un tránsfuga hugonote. Las mercedes y beneficios llovieron sobre los nuevamente convertidos, acogidos como el hijo pródigo del evangelio: gratificaciones, pensiones, bolsas de estudios para los primogénitos…

El rigor varió según la coyuntura. Durante la guerra contra Holanda (1672-78) la presión contra los protestantes, acosados en su vida religiosa, familiar y profesional, se atenuó, porque se les necesitaba para las campañas militares. Sin embargo, entre 1679 y 1685, se dictaron un centenar de disposiciones represivas sobre la comunidad protestante. “Si Dios conserva al rey, dentro de veinte años no habrá un solo hugonote”, escribió madame de Maintenon en 1681.

Convertirse por el terror

Como las medidas de política general y eclesiástica no bastaban para provocar las conversiones masivas que el rey urgía, el marqués de Louvois, ministro de la Guerra, recurrió a las terribles “dragonadas”. Ordenó al intendente Marillac que los dragones (soldados regulares) se alojaran preferentemente en hogares hugonotes. Marillac tergiversó las órdenes y excluyó a los católicos de los alojamientos, al tiempo que daba carta blanca a la soldadesca para que se ensañara cruelmente con los protestantes.

Los saqueos e intimidaciones eran constantes. Solo la violación y el asesinato estaban prohibidos, pero es seguro que se cometieron. Algunas mujeres, como la esposa del maestro de escuela Jean Migault, fueron quemadas y otras violadas.

¿Sabía Luis XIV que las exacciones y la violencia extrema se habían convertido en un método de conversión por el terror? Seguramente no, hasta que por sus embajadores conoció las noticias de las gacetas extranjeras que hablaban de mujeres violadas, arrastradas por los cabellos, de ancianos atados a los bancos, pies quemados, privaciones de sueño y redobles incesantes de tambores.

A Versalles solo llegaban las largas listas de convertidos que Marillac enviaba como boletines de victorias: treinta y ocho mil en un año, la tercera parte de los hugonotes de Haut-Poitou, veintidós mil en Béarn… El pánico a los más de trescientos cincuenta actos de extrema violencia contabilizados aceleró las conversiones en Poitou, el Delfinado, el Languedoc, Burdeos y Montauban. Las abjuraciones fueron arrancadas con amenazas y coacciones, pero para las autoridades militares, civiles o religiosas solo importaban las cifras de convertidos.

Pese a condenar los abusos, Luis XIV permanecía inquebrantable. Creía obedecer a un deber sagrado para extirpar la herejía, y si para conseguirlo “fuera necesario que su mano derecha cortara su mano izquierda, lo haría sin dudarlo”, declaró.

La represión provocó la huida de unos doscientos mil protestantes, el 1% de la población francesa. Excepto en las regiones fronterizas, el éxodo exigía largos y costosos preparativos. Las élites acaudaladas consiguieron fondos de las bancas protestantes y de las del país de refugio. En algunos casos, la riqueza que llevaban era tal que atrajo a piratas berberiscos para saquearlos en el canal de la Mancha.

¿Qué es un refugiado?

La mayor parte padeció un calvario. Unos viajaban escondidos en el fondo de los barcos, otros atravesaban montañas nevadas o cruzaban ríos caudalosos. Ocultos en carretas y toneles, disfrazados de mil maneras, marchaban día y noche hasta alcanzar las tierras de asilo. Un exilio de tamañas proporciones no podía sino escandalizar a toda Europa.

Los reformados no querían desaparecer, y hallaron refugio en Holanda, Inglaterra, Alemania, Suiza y otros lugares. El término de “refugiado”, tan común hoy, fue recogido por Diderot y D’Alembert en su Enciclopedia para referirse a “los protestantes franceses, a quienes la revocación del Edicto de Nantes forzó a salir de Francia y buscar asilo en países extranjeros”.

En 1685, Luis XIV promulgaba el Edicto de Fontainebleau, considerando, según decía en su preámbulo, que el de Nantes era inútil, porque la mejor y la mayor parte de sus súbditos de la presunta religión reformada habían abrazado la religión católica, apostólica y romana. Le seguían la prohibición total del culto protestante, la demolición de los templos que aún permanecían en pie y el cierre de las escuelas calvinistas.

Los pastores protestantes tenían un plazo de quince días para elegir entre la abjuración y la emigración (cuatro de cada cinco prefirieron el exilio, abandonando a sus familias y sus bienes). Los niños debían ser bautizados después de nacer y los fieles no podían abandonar el reino bajo pena de galeras para los hombres y de encierro en un convento para las mujeres.

El Edicto de Fontainebleau, acogido con explosiones de júbilo, acciones de gracia y odas al rey, indujo a Bossuet a deshacerse en elogios a Luis XIV, el “nuevo Constantino, Teodosio y Carlomagno”. Las multitudes parisienses se lanzaron a destruir el templo de Charenton y desenterraron los muertos del cementerio protestante.

“Una fe, una ley, un rey”

Aun cuando la situación interior fue determinante, el edicto se promulgó en un momento oportuno de la coyuntura internacional. Jacobo II de Inglaterra, convertido al catolicismo, acababa de empuñar el cetro de Inglaterra y se esperaba que la pérfida Albion volviera al seno de la Iglesia. Las dudas sobre la actitud de Luis XIV sobre el peligro turco y la causa católica se disiparon.

La revocación del Edicto de Nantes logró la unificación religiosa de Francia en detrimento de una minoría aplastada que sirvió de chivo expiatorio. Todas las autoridades del reino, la Iglesia y la nobleza contribuyeron a realizarla, aunque la máxima responsabilidad correspondiera al absolutismo del Rey Sol.

El pacto entre la Iglesia galicana y el Estado, la estrecha relación entre la fe monárquica y la fe católica hizo realidad el adagio del polímata Guillaume Postel: “Una fe, una ley, un rey”. Esta poderosa arquitectura no duraría mucho tiempo. Los hugonotes mantuvieron una resistencia larvada y, convertidos en malos cristianos, alimentaron el espíritu anticlerical que cristalizaría ampliamente en la Ilustración dieciochesca. Paradójicamente, la unión del trono y del altar se había inoculado a sí misma gérmenes mortales.

LA VANGUARDIA