Siempre se ha dicho que, al menos desde el Renacimiento, los gustos estéticos en la cultura occidental han ido cambiando al compás de un cierto movimiento pendular: aparece una corriente importante, llega a ser hegemónica, pero con el tiempo se va amanerando y exagerando hasta convertirse en casi una caricatura de ella misma y entonces aparece un movimiento de signo contrario, como reacción, que cambia la orientación del péndulo, hasta llegar a la otra punta y reproduce un amaneramiento y un exceso de signo contrario, que provoca otro movimiento pendular de reacción. Y así sucesivamente. Contra la explosión desmesurada del barroco aparece el neoclasicismo como una vuelta al orden; contra la frialdad racionalista del neoclasicismo está la reacción de un romanticismo emocional y contrario a las normas… El efecto del péndulo sobre el gusto del tiempo es constante y a partir de un cierto momento, acelerado: la facilidad de las comunicaciones y de la difusión cultural y la potencia de las industrias de producción, siempre atentas a los cambios de gusto hacen que el péndulo no deje de oscilar sino que lo hace cada vez más rápido.
En la segunda mitad del siglo pasado, existe una reacción contra lo que podríamos llamar la estética de la modernidad. La ambición de totalidad, trascendencia, solemnidad y gravedad de la cultura moderna se asocia a las catástrofes históricas que ha provocado el pensamiento totalitario, los grandes ideales del siglo XIX con vocación de explicar el mundo entero, que cuando se llevan a la práctica generan monstruos políticos. Entonces aparece una reacción que en parte se llamará posmodernidad: contra la gravedad, ligereza; contra la trascendencia, ironía; contra el peso de la idea, el peso de la forma; contra el esfuerzo de comprensión que genera cierto elitismo, la reivindicación de la cultura pop, de la accesibilidad, de la facilidad y la ruptura de la distinción entre alta cultura y cultura de masas; contra el afán de totalidad, fragmentación. Era una reacción esperable, porque el péndulo de la cultura de la modernidad había llegado a un punto donde algunas de sus expresiones ya extendían como caricaturescas: la ambición había derivado a veces en pretenciosidad, la vocación de trascendencia en adoctrinamiento; la demanda de un esfuerzo de comprensión por parte de quien se acercaba a la creación cultural había llevado a menudo a la inaccesibilidad, la encriptación del lenguaje y el aristocratismo cultural.
Por tanto, la posmodernidad llevaba vacunas útiles y positivas contra el exceso… hasta que el movimiento del péndulo ha ido generando su propio exceso. Si todo debía ser ligero, fresco y novedoso, ha acabado siendo muchas veces insustancial, coyuntural y caducable. A la sombra de la posmodernidad ha florecido lo graciosillo, el costumbrismo generacional o local, el anecdotismo, el manierismo de la forma sin idea en lo que la manera lo es todo. En ocasiones, para compensar la absoluta sensación de vacuidad, este aparato formal grácil y ligero se ha rellenado, para aparentar algo de trascendencia, con los catecismos más elementales de la corrección política, como motor o coartada. Y contra los posibles excesos elitismos de la modernidad, la abominación del concepto “alta cultura” y una tendencia al populismo cultural, a la renuncia a todo lo que pueda parecerle pesado, largo o complicado a un supuesto público mayoritario.
Diría que en la producción cinematográfica de los últimos años -y seguramente también más allá del cine- hemos llegado a un punto crítico en el movimiento pendular. Por una parte, esta tendencia que ha sido hegemónica en las últimas décadas sigue vigente y sigue inspirando producciones importantes. Manteniendo o incrementado los defectos del exceso, pero disimulándolo con la factura formal, con el uso de la tecnología y los efectos o disfrazando el costumbrismo del realismo social. Pero por otro lado se empiezan a ver intentos relevantes de reacción en la dirección contraria, no ya como un retorno a la modernidad sino en la línea de lo que el crítico literario Sam Abrams llama la post-postmodernidad: la asunción de algunas de las vacunas positivas que la posmodernidad propuso, pero sumada a la presencia de la ambición formal, a la presencia de ideas complejas y de grosor humano, al riesgo formal sin miedo a ser descalificados como difíciles, pesados o ambiciosos. En mi opinión, películas como –sobre todo- “The brutalist” o “Emilia Pérez”, con virtudes y defectos, representan un inicio de movimiento pendular contra la corriente que ha sido hegemónica. Mientras que películas como “Anora” o “La substancia” representan más bien la exacerbación, con pinceladas más o menos impostadas de trascendencia, del movimiento pendular anterior. En todo caso llegaban a los Oscar películas que, en el movimiento del péndulo, iban en direcciones contrarias entre ellas.
En la España del XIX y buena parte del XX, el rechazo popular a la ópera que triunfaba en Europa generó, como reacción castiza, lo que se llamó el “genero chico”, que llegó a empequeñecerse aún más hasta llegar al “genero ínfimo”. Temas ligeros, costumbristas y populares, sin más pretensión que entretener. Podríamos decir que el movimiento pendular de los últimos años llevó a una exaltación del género Chico y a un recelo contra quien podía parecer demasiado operístico. Este año, a través de los Oscar, Hollywood ha renovado su apuesta por el género chico y su distancia y recelo hacia lo que podríamos llamar, por comparación, el género operístico. “Género chico” envuelto en papel de celofán, eso sí. Parecía que la apuesta de los años anteriores por “Oppenheimer” iba ya en la dirección contraria, pero parece que todavía no toca. Ciertamente, en la era trumpista –donde a menudo el antitrumpismo juega la partida en el bando contrario, pero con las mismas reglas del juego”- en que la política se ha convertido en un show televisivo, la complejidad de las ideas ha sido sustituida por la facilidad de las ’boutades’, de los eslóganes y de los catecismos, y se considera la profundidad una muestra insoportable e insultante de elitismo y la banalidad una positiva exigencia populista, esta apuesta de Hollywood responde perfectamente al signo de los tiempos. El péndulo, por el momento, no cambia de dirección. Más bien sigue y va más allá, en política y en la cultura avalada por la industria, en la misma dirección que llevaba y que va desde la novedad vivificante a la caricatura paródica. Aunque hay señales de que el péndulo, un día u otro, dará la vuelta.
EL MÓN