Los nombres de los pueblos


La reciente cumbre de la OTAN celebrada en la capital rumana ha generado numerosas crónicas y comentarios en los medios de comunicación. En líneas generales, sus resultados eran predecibles, aunque algunos dirigentes aprovechasen para atraer sobre sí los focos de la actualidad, como Sarkozy al anunciar el futuro retorno de Francia a la organización militar de la OTAN, invirtiendo así lo que fue resonante decisión del general De Gaulle en 1966.

Se ha saldado sin vencedores ni vencidos el tira y afloja entre EEUU, Europa y Rusia, en relación con la admisión de nuevos socios en la OTAN, próximos a las fronteras rusas, y con el despliegue en territorio europeo de algunos medios del sistema antimisiles estadounidense, heredero de la fantasiosa “guerra de las galaxias” de Reagan, concebida contra la URSS. Por una parte, los países de la OTAN han acabado por aceptar dicho sistema, que para muchos analistas de ambos lados del Atlántico es un artilugio innecesario aunque de gran interés para las grandes corporaciones de la industria especializada. Por otro lado, se ha visto frenado el apremio de Bush por ampliar la OTAN, y tres de los cinco países que EEUU patrocinaba han quedado en la sala de espera, aguardando futuras invitaciones: Ucrania, Georgia y Macedonia.

Se entiende bien la decisión relativa a las dos antiguas repúblicas soviéticas, cuya entrada en la OTAN hubiera agravado las relaciones entre Europa y Rusia, en un momento que a ninguna conviene. Ni en la reunión del Consejo Rusia-OTAN ni en el posterior encuentro privado entre Bush y Putin hubo amenazas ni presiones desmedidas. Ambas partes han decidido mostrar que es posible cierta colaboración, aunque subsiste entre ellas gran desconfianza mutua. Rusia parece no entender -como tampoco entendemos algunos europeos- la verdadera razón de las nuevas misiones de una OTAN que, sin haber modificado los términos del Tratado en que se sustenta, parece derivar hacia una organización de policía militarizada mundial, controlada por EEUU en último término y sin límites territoriales precisos.

Pero el rechazo de Macedonia introduce en la cuestión aspectos dignos de interés, que han sido poco resaltados en los medios de comunicación. Esta república balcánica ha visto objetada su solicitud por una razón aparentemente poco comprensible: su nombre. Aunque esto parece fácil de solucionar -pues con otro nombre hubiera sido inmediatamente aceptada en la OTAN- el problema tiene raíces más profundas.

El hecho es que Grecia ha ejercido su derecho al veto en la OTAN para oponerse al ingreso de la República de Macedonia porque, para la ONU, no existe tal país. Desde el punto de vista de la organización internacional, Skopje es la capital de la “Antigua República Yugoslava de Macedonia”, Estado al que se suele reconocer oficialmente por sus siglas, que en español son ARYM y en inglés FYROM. La OTAN (salvo EEUU) y la Unión Europea también aceptan esta extraña denominación, establecida por la ONU como medida contemporizadora y adoptada por la mayoría de las organizaciones internacionales.

Ese Estado nació de la desintegración de la República Federal de Yugoslavia, cuando uno de sus integrantes -la República Socialista de Macedonia- se independizó en 1991 con el nombre de República de Macedonia, suscitando la protesta oficial de Grecia en la ONU, país que también rechazó la bandera inicialmente adoptada y algunos términos de su Constitución, que en Atenas se interpretaba que podían dar lugar a futuros irredentismos relacionados con la Macedonia griega.

El meollo de la cuestión es histórico y afecta a la identidad de los macedonios según éstos se definen a sí mismos. La vieja Macedonia de Alejandro Magno, en la que radica el actual problema, abarcaba parte de la ARYM y se extendía también por territorios de lo que hoy son Grecia y Bulgaria. Y Macedonia es también el nombre de una región norteña griega, cuya capital es Salónica. Una tercera entidad llamada Macedonia parece algo excesivo para el Gobierno de Atenas.

No deja de ser chocante que en una conferencia de jefes de Estado en la que se tratan asuntos de gran alcance internacional, se acepta la instalación de un sistema antimisiles y se planifica la ampliación y transformación de una alianza militar, haya surgido con fuerza una cuestión aparentemente banal, como es el nombre de un pequeño Estado, obligando a modificar decisiones que parecían adoptadas sin discusión.

Por mucho que el mundo se globalice, no conviene perder de vista las pequeñas dimensiones en las que a veces se mueve todo lo que es humano. El plano de la macropolítica no debería oscurecer al de la micropolítica. Tanto más, cuanto que muchos ciudadanos, anonadados por las vastas magnitudes que se discuten en las conferencias de los poderosos y la complejidad de los asuntos allí planteados, acaban agarrándose como un clavo ardiendo a algo tan sencillo como el nombre por el que desean ser reconocidos o, como en este caso, el nombre con el que no desean ser confundidos. ¡También tienen derecho a ello!

* Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva

Publicado por Estrella digital-k argitaratua