Hacer política fue aplicar el artículo 155 y llevar al colapso la política catalana y, de rebote, la española. Destituir un Gobierno y cerrar un Parlamento democráticos también fue hacer política. Como lo fue encarcelar a los líderes de las dos grandes organizaciones soberanistas, o llevar a la cárcel y empujar al exilio a buena parte del govern que había hecho posible el referéndum de autodeterminación del 1-O. Y también es hacer política, obviamente, proyectar sobre esta buena gente la violencia reactiva de un Estado que ese día se sintió derrotado.
El lector me tendrá que perdonar tanta obviedad. Pero, por aburrido que sea, es necesario recordar que el espacio de lo que llamamos ‘hacer política’ no se limita a seguir las escasas y poco fiables estrategias de diálogo, de negociación y pacto, de distensión o de retirada de líneas rojas. Sobre todo, cuando quien ha provocado el descalabro actual no sólo no reconoce su responsabilidad, sino que de manera contundente insiste en su intransigencia. Y no hablo sólo de la derecha extrema, histriónica y revanchista que condena los presos antes de la sentencia, o que garantiza el impedimento de un hipotético indulto que nadie ha pedido a unos supuestos golpistas. No: hablo de este PSOE que promete que si vuelve a haber un nuevo desafío del independentismo responderá aún con más -¿más?- dureza, que es el partido del “No es no” y el del “Nunca es nunca”.
En definitiva, que no me parece justo ni razonable que sólo se acuse de no hacer política al independentismo que pone condiciones a un pacto de gobierno, que dice que con prisioneros y exiliados políticos hay poco margen para la negociación, que dice que si haca falta tendrá que volver a recurrir a la desobediencia. Y no me parece bien porque, como ocurre con la violencia del Estado proyectada sobre los líderes del independentismo, no puede ser que se proyecte la política intransigente del 155 y la de sus herederos sobre la reacción de quienes la padecen y denuncian. ¿Por qué habría ser ‘no hacer política’ negarse a pactar presupuestos o gobiernos con quien ya ha advertido que no piensa hacer política con las legítimas aspiraciones de esta parte de los catalanes que nunca han querido medir en condiciones de juego limpio y sin amenazas? ¿Por qué la desobediencia no debería ser hacer política si la mayoría de los verdaderos progresos políticos han sido resultado de los que se han plantado ante la injusticia?
Esta insistencia en reducir el ‘hacer política’ a los márgenes estrechos que establecen quienes, precisamente, se han negado a dar una respuesta política al independentismo es paralela a quienes afirman que se trata de una aspiración vacía, sin contenido ni perspectiva. Es decir, el hecho de presentar la independencia como una pataleta caprichosa. Todo lo contrario: sería difícil encontrar en estos momentos ningún otro proyecto político tan discutido, tan evaluado, tan lleno de contenido como el de una Cataluña independiente. Un proyecto pensado desde perspectivas diversas e incluso contradictorias, porque diversos y contradictorios son los proyectos para una República Catalana. Pero todos están avalados por un montón de informes, estudios comparativos y proyecciones económicas. Con varios cientos de publicaciones en todos los niveles y para todos los públicos. Que los adversarios no los hayan querido leer, que no hayan querido debatirlos yo lo entiendo, forma parte de la negación política del desafío y es precisamente ‘no hacer política’ como la que condenan. Pero que no se diga que no hay proyecto.
Es perfectamente legítimo que guste más una política que otra, que una se considere más efectiva que la otra. Pero no es aceptable que se distribuyan certificados de ‘hacer política’, o que se considere inflexible la denuncia de la intransigencia. Y menos en vísperas de unas elecciones en las que, con la excusa de ‘hacer política’, existe el peligro de naturalizar el juego sucio que en ella se practica.
ARA