Primera parte de este artículo
El escritor viajero polaco Ryzsard Kapuszinski, recordando a Heródoto y el sentido de la historia, define como “provinciano” aquel que piensa en un espacio limitado y le atribuye un significado excesivo, universal. Yo lo definiría quizá de otra manera, pero no importa. Y a continuación escribe: “Pero T.S. Eliot advierte contra otro provincianismo, uno temporal y no espacial: ‘En nuestra época, en que los hombres parecen más propensos que nunca a confundir la sabiduría con los conocimientos y los conocimientos con la información, y a intentar resolver los problemas de la vida en términos de ingeniería, surge un nuevo tipo de provincianismo que quizás merece un nuevo nombre. Es un provincianismo del tiempo, no del espacio: uno para el cual la historia es simplemente la crónica de los ingenios humanos que han servido para lo que convenía y han sido descartados, uno para el cual el mundo es sólo propiedad de los vivos, una propiedad de la que los muertos no tienen acciones. La amenaza de este provincianismo es que todos, todos los pueblos de la tierra, podemos ser provincianos juntos, y los que no se contentan de ser provincianos sólo pueden ser ermitaños”. Eso pensaba Eliot en 1944, y han pasado más de sesenta y cinco años, y es mucho peor. El “provinciano del tiempo” , el que vive pensando que sólo cuenta y vale su presente, ciertamente no necesita bibliotecas, ni archivos ni hemerotecas. Seguramente no sabe ni siquiera que contienen los archivos, ni imagina qué sentido y qué importancia tienen, ni cree que la preservación del pasado y la preparación del futuro son, justamente, la sustancia misma de la condición humana. Un provinciano del tiempo no tiene horizonte. Por el contrario, el “cosmopolita del tiempo” sabe que todo lo que somos ahora se lo debemos a quienes nos han precedido, como los que vendrán después nos lo deberán a nosotros, y sabe por tanto que la memoria que nuestros predecesores nos dejaron es un tesoro precioso, el más precioso de todos. Y más aún si es una memoria escrita, porque es la única que conserva las palabras, con todo lo que las palabras representan, expresan y transmiten. Tanto si son palabras dedicadas al pensamiento y a la belleza, palabras doctrinales, narrativas o poéticas, como si son palabras y signos que guardan y preservan los hechos más cotidianos y concretos: la administración, la economía, las decisiones de gobierno, todo lo que formó la vida de las personas y los pueblos.
Quizá por eso la palabra “archivo” , que viene del latín archivium, hace referencia directa al griego arkheion, residencia de los magistrados, es decir el lugar donde se guardaban los documentos de gobierno y donde quedaba constancia escrita de las decisiones administrativas y judiciales. Esto explican al menos los diccionarios etimológicos. O quizás, también, habría que relacionarla con tá arkhé, es decir con las “cosas antiguas” que se conservaban por escrito, y que en el siglo I aC, en algún texto de Dionisio de Halicarnaso ya aparece en nuestro sentido de “archivos”, según el diccionario griego de Bailly. En cualquier caso, ya se sabe que las sociedades humanas, cuando se convirtieron en sociedades urbanas, comenzaron conservando no la literatura sino los recibos comerciales, los registros de los bienes almacenados, recibidos o pagados, y gracias a ello conservamos, por ejemplo, los archivos más antiguos, escritos en Mesopotamia sobre tablillas de arcilla: quién sabe, por tanto, si los más remotos predecesores de los archiveros no serían aquellos escribanos que con un punzón grababan los signos que llamamos cuneiformes, para registrar los movimientos del comercio, los tributos, las existencias de los almacenes del rey o del templo. Y muy poco después vendría el registro de las leyes, la gran piedra del código de Hammurabi, donde ya hace cerca de cuatro mil años se escribieron las 282 normas detalladas que regulaban toda la vida social, desde las bases de la justicia hasta los salarios y los precios. Un archivo grabado en un monolito basáltico, a la vista del público. El más antiguo archivo legal, que todos los visitantes deberían contemplar devotamente en el Museo del Louvre. Y nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a los escribanos antiguos o a los archiveros modernos, que tan a menudo olvidamos y sin los cuales los estantes de la memoria estarían tristemente vacíos.