Todavía constituye un ejercicio querido a los pensadores de nuestra cultura especular sobre dónde termina este pretendido continente. A decir verdad, no hay ningún referente geográfico que permita diferenciarlo con claridad de Asia. Resulta, por ello, difícil determinar quién sea europeo, aunque los mismos europeos se han mostrado generosos al desplazar el final de Europa hasta el medio de una llanura asiática, sin solución de continuidad; espacio recorrido a través de la Historia por los nómadas, desde el extremo de los desiertos asiáticos orientales a la misma profundidad del corazón de Europa.
No obstante, nadie ha cuestionado que sean europeos los habitantes de esta península, desde el Cabo Norte de Noruega, a la punta de Tarifa en la Península Ibérica o hasta los Dardanelos. Sí, es cierto, que se matizan las influencias africanas en Iberia o el carácter asiático de Estambul. Se tiene, en todo caso, conciencia de que el corazón de Europa –en donde siempre se han seguido las pautas de vida y manera de ser y pensar europeas- se encuentra en un espacio que va de Gran Bretaña a Berlín. El resto ha sido el Este, el Sur, y aun el Norte, con bastante frecuencia al margen de los procesos europeos en sentido estricto. Solamente la identificación con los valores que han sido elaborados en este corazón, junto con la imbricación en la economía y política que se diseñaba en su espacio, ha recuperado para Europa a la Península ibérica, Balcanes y otros espacios del Este.
En el Pasado los europeos nos hemos creído con el derecho de dibujar la Tierra, porque nuestro potencial nos lo permitía. No éramos únicamente el centro del Mundo, sino que el resto era la barbarie, a la que se impuso nuestra perspectiva. Esta percepción nos muestra a los europeos todavía con gran confianza en nosotros mismos. En el momento actual Europa no parece sentirse amenazada por ninguna de las potencias emergentes, tras haber superado el paso a potencia de segundo orden a lo largo del siglo XX. Se siente parte fundamental en la resolución de las cuestiones conflictivas del globo terráqueo, mientras los europeos contemplamos a millones de seres humanos que buscan resolver su vida alcanzando esta próspera tierra de promisión ¿Por qué pensar en la decadencia? Africanos negros o musulmanes, asiáticos del Oeste, Sur y extremo oriente, pakistaníes o chinos… ¿Cómo pueden sus países de origen constituirse en rivales de Europa?
La autosatisfacción no resuelve los problemas. Lo cierto es que Europa es más limitada de lo que estos hechos permiten pensar. En principio sus limitaciones son de carácter material; a citar la disminución de su peso específico demográfico, la falta de materias primas, particularmente en el terreno de la energía y su relegación en la innovación tecnológica, campo en el que está siendo superada por potencias con niveles inferiores en consumo o calidad de vida, pero con valores de producción global superior en muchas facetas, China y la India, por citar dos casos.
Sin embargo, es en lo que a la estructuración política y económica se refiere donde se muestran con claridad los límites de Europa. Se sigue ésta creyendo que todavía constituye el modelo de organización política al que deben acomodarse los Estados que pretendan situarse a la cabeza de las potencias. Se ha repetido hasta la saciedad que el sistema parlamentario y el mercado libre son las dos exigencias insoslayables del crecimiento económico, pero no nos damos cuenta que los países menos dogmáticos –heterodoxos- pueden ser los que obtengan mejores resultados de la flexibilidad frente a tales principios. Pretender prescindir del mercado es una estupidez, dejarse arrastrar por él una locura. En ninguno de los países más arriba citados se siguen a rajatabla estas doctrinas y se hace gala de un pragmatismo que se muestra eficaz, si por eficacia entendemos desarrollo de los factores productivos. Ni China constituye un sistema parlamentario, ni en la India –o la misma China- se deja la marcha de la economía a “la mano invisible del mercado”. En ambas se recurre al proteccionismo, a la intervención de los poderes públicos en los sectores y espacios que se estima conveniente y, sin embargo, se tiene en cuenta el mercado, cuando éste permite desarrollos espectaculares…, pero siempre atentos a que la locomotora no descarrile.
Para tener éxito en este camino, parece lógico disponer de un control seguro sobre el conjunto de la cosa pública. No es aconsejable dejarse arrastrar por aquellos sectores socio-económicos que se han agarrado a los mandos de la cabina y, entusiasmados, pretenden impulsarla sin frenos; las vías no parecen adecuadas. El poder político vigilará para que las fuerzas económicas del libre mercado no descoyunten el Estado. ¡No hay democracia! Desde luego. ¿La hay en Europa? El librecambio funciona mejor aquí y se encuentra respaldado por los poderes públicos; unos poderes ratificados electoralmente que, no obstante, parecen los delegados de las fuerzas económicas que estructuran Europa. Éstas sienten los límites que les impone una competencia exterior y reclaman la desregulación del mercado del trabajo, el ahorro en gastos sociales; si no, la deslocalización. Los trabajadores quedan ante el dilema de la renuncia a las antiguas ventajas laborales o el paro…
Esta Europa que se las prometía aparece débil ante sus criados de ayer. Sus dirigentes pensaban en la Unión Europea como instrumento para seguir siendo gran potencia, pero, a decir verdad, se ha resistido a la gran transformación. En el orden político predominan los esquemas decimonónicos. Han sido tan interiorizados los Estados actuales, que para muchos europeos parecen haber existido de siempre. ¡Aquí se encuentra el gran reto! Parece fácil sentirse europeo pero, ¿cómo construir Europa? Facilitar los intercambios de mercancías y el traslado de los individuos no representa mayor problema y es percibido como profundamente positivo. Son en realidad reivindicaciones del viejo Liberalismo frente al afán controlador de los gobiernos. Otra cosa es la reorganización del poder y del territorio. No son únicamente los gobiernos quienes ven con desconfianza en dónde deban situarse los centros de decisión y las posibles demarcaciones territoriales, que permitan una estructura nueva para la administración de Europa, sino los grupos nacionales que han nucleado, hasta el presente, los estados. Éstos se sienten expropiados, cuando contemplan la transferencia de las competencias estatales a Bruselas y Estrasburgo. La desconfianza ha ganado a las viejas sociedades y de ahí el fracaso de una Constitución que se queda corta para quienes piensan en una Europa más solidaria entre sus pueblos y sociedades y va demasiado lejos para quienes temen el desmantelamiento de las estructuras estatales.
Europa, de apariencia tan brillante, presenta todas estas limitaciones que a medio plazo pueden comprometer su futuro. Es un viejo mundo anquilosado, al que las dificultades para evolucionar hacen correr el riesgo de quedar en retraso y, tal vez, volver a situaciones conflictivas y de decadencia que había llegado a creer eran cosa de otras épocas históricas.