Abundan los clamores de los que dicen que añoran liderazgos políticos fuertes. Es una manera nada disimulada de decir que los que tenemos son débiles. También es una manera poco sofisticada de decir que los que hay no gustan y que se quieren otros. Hay mucha lágrima de cocodrilo y mucha daga escondida en el análisis político. De modo que si lo que se pretende es debilitar a los líderes que ahora tenemos, nada que decir: es propio de cualquier estrategia política de oposición. Cuando se les haya hecho caer ya veremos cuál es la fortaleza de los sucesores. En cambio, si la petición es honesta, si realmente hay nostalgia de líderes que lleven con fuerza las riendas del poder, entonces hay que decir que no se ha acabado de entender dónde estamos.
Efectivamente, parece que cuesta mucho asimilar que la devastación del paisaje de la política catalana causada por la represión del Estado español no permite dibujar mapas con curvas de nivel precisas, ni establecer las coordenadas ni, por tanto, seguir caminos trillados. Y, claro, a los que estaban acostumbrados a tratar de tú a tú con el poder, no les debe ser nada fácil tener que moverse sin saber si pisan tierra firme. Quiero decir que es muy poco confortable no saber dónde están los puestos de poder, ya sea porque los quieres apuntalar, como si es que los quieres hacer tambalear.
La naturaleza de los liderazgos políticos actuales no depende -como hace creer una ingenua concepción voluntarista del poder- de la capacidad individual del líder, sino de las duras condiciones en las que debe ejercerse la dirección pública. Con la derrota de las estructuras estables de partido, con unas mayorías parlamentarias que sólo permiten gobiernos débiles, no hay quien pueda ejercer la clase de caudillajes que añoran. Ninguno de los gobernantes a los que se suele citar como ejemplo de lo que se dice que se echa de menos, en las actuales circunstancias, serían nada de lo que en momentos de estabilidad llegaron a representar. Basta con ver cómo puede hacer aguas el liderazgo ‘fortísimo’ de una Theresa May cuando el Brexit ha convertido la política británica en unas arenas movedizas.
La gran paradoja de toda la dinámica política popular -la que va de abajo hacia arriba- y que desborda las estructuras de poder convencionales es que a la vez genera un anhelo de líderes casi autoritarios que sean capaces de ejecutar lo que se supone que el pueblo quiere. Y, haciendo unos insólitos compañeros de viaje, la demanda populista revolucionaria encuentra aliados en el conservadurismo de los que también querrían que la iniciativa política volviera a las aguas calmadas de siempre. Así, coinciden en la crítica de la debilidad del líder tanto quienes, en el fondo, querrían volver al autonomismo perdido y al gobernante de confianza, como los que exigen que comience la batalla final con un mártir por delante.
Lo que quizás ni unos ni otros acaban de entender es que los liderazgos que ahora tenemos son los que son posibles y necesarios. Que su fortaleza o debilidad es circunstancial. Basta con ver que mientras el presidente Quim Torra resiste el temporal a pesar de su fuerza limitada por un contexto represivo irrespirable, ya han caído dos presidentes españoles que contaban con todos los aparatos de Estado a su favor, el primero después de haber tenido que repetir elecciones, y el segundo quien sabe si a punto de seguir el mismo camino.
Y con lo que tampoco se cuenta es que, muy probablemente, todos los liderazgos actuales, fuertes o débiles, mejores o peores, antiguos y nuevos, pragmáticos o mesiánicos, están condenados a desaparecer cuando estemos en condiciones de establecer las coordenadas de la nueva República.
Es por todo esto por lo que me parece una quimera pedir lo que los tiempos actuales no pueden ofrecer. Y es por eso mismo que me parece tan admirable que haya servidores públicos que estén dispuestos a ser el timón cuando llegue el temporal que acabará llevándose los restos del naufragio autonómico, ellos incluidos.
ARA