En este quisquilloso país hay que tentarse la ropa antes de citar a la autoridad. Se corre el peligro de que te caiga encima con todo su peso. A la que te descuidas te detienen, te empuran en algún sumario, o te ilegalizan por vinculado o sospechoso. Quizás por eso, cuando nadie se atreve a contar las verdades del barquero, resulta insólito el reciente reportaje sobre la Camorra, la mafia local de Nápoles, que publicó hace poco un diario español, alias el prestigioso.
Contaba el testimonio de un periodista crecido en los barrios bajos napolitanos, los mismos de los que se nutren las filas del crimen organizado. El autor, que conoce el paño de primera mano, escribió un libro a base de entresijos y detalles de la organización, andanzas y tropelías de estos grupos. Por ejemplo, cuenta que se ríen del mismo nombre, Camorra, invento policial o mediático. Ellos no se reconocen por el mismo, sino que se llaman “el sistema de Secondigliano”, o el de “los Quartieri”, según el lugar del que procedan, el clan o cualquier otro signo.
El escritor fugitivo (porque anda huido desde que los sistemas ven que saca a la luz sus trapos sucios) describe el exilio dorado de estos gangsters en territorio hispano. El refugio en el que se instalan e invierten sus beneficios turbios es de lujo. En la entrevista, a la pregunta de por qué los prófugos y criminales de Nápoles eligen la costa mediterránea, responde el experto: “Los carteles de la Camorra ven España como los refugiados políticos veían Francia. François Mitterrand acogió al ayatolá Jomeini, a los brigadistas rojos italianos y a guerrilleros palestinos: todos podían refugiarse, a condición de que se mantuvieran en paz dentro del territorio francés. De la misma manera piensan los jefes de la Camorra (…): siguen con sus actividades pero renuncian, con ciertos límites, a la actividad violenta: dinero, pero sin balas”.
Con estos indicios, quienes padecemos la condición de súbditos de las mismas autoridades españolas, obviamente en otros términos, deberíamos preguntarnos cómo se las apañan los adinerados sistemáticos, con más arte que nosotros. No es que pretendamos dedicarnos a ese tipo de negocios pero, con los varapalos que sufrimos y los palos que le meten entre las ruedas al proceso, quizás estas experiencias napolitanas nos sirven de lección, aprendizaje o escarmiento.
El mafiólogo de Nápoles ofrecía algunas pistas en torno a los recovecos que atraían a sus paisanos desde el ordenamiento constitucional en curso: “España es considerada por muchos mafiosos el mejor sitio donde esconderse sin interrumpir sus actividades”. Cabe hacerse la pregunta natural: ¿Por qué? ¿Por cuestiones de comercio? En cierto modo: “Todo el mundo sabe que la cocaína llega por avión a Madrid, sobre todo, y desde Madrid y Barcelona los napolitanos controlan la entrada en Italia. El dinero de la cocaína se lava comprando inmuebles en España”.
“España está invadida por el dinero de la Camorra”, insiste. Los sistemas tienen montado todo un circuito de actividades que, por lo que cuenta el investigador (y se adivina en negocios oscuros y pelotazos), está bien nutrido. Bien engrasado.
Pero la razón profunda de esta elección reside en el trato que reciben de la llamada Justicia española: “El boss Antonio Bardellino fue detenido en España y, según su expediente judicial, logró corromper a los jueces, que le pusieron en libertad al cabo de poco tiempo”.
Ya lo dijo el presidente de Rusia, Vladimir Putin, que de mafias y corrupciones sabe un rato: “los españoles son corruptos, los italianos mafiosos”.
No se trata de un caso casual o aislado. Al contrario, al describir el expediente delictivo de Bardellino, el experto en la Camorra detalla: “prefirió establecerse en España porque era más fácil sobornar a los jueces”. El mafioso Raffaele Amato, lo Spagnolo, capo del sistema Di Lauro, detenido a requerimiento de Italia y puesto en libertad tras un incomprensible “error” judicial, es otro escándalo que confirma lo dicho.
Con la presencia constante de esos jueces en nuestra vida cotidiana, que arremeten contra jóvenes, derechos colectivos, cargos institucionales, grupos políticos, es comprensible aquella salida de Groucho Marx, maestro del absurdo: “Maldición. Nos han encontrado. Estamos perdidos”.