Es recurrente que voces desde las izquierdas afirmen que la llamada cuestión nacional de Catalunya y Euskadi, debe quedar en un segundo plano ante la prioridad de las luchas y reivindicaciones sociales pendientes. Una parte de estas voces, además, niegan incluso el derecho democrático a decidir, amparándose en la globalización para defender la idea de que estos nos son tiempos de formar nuevos estados, ya que las soberanías ceden terreno a la interdependencia. Creo, sinceramente, que se trata de una postura políticamente errática. Puedo entender que haya opciones diferentes a la de independencia nacional de Catalunya y Euskadi, pero estos argumentos no me parecen sólidos ni adecuados.
Permítanme que empiece informando que no soy nacionalista, pero defiendo que mi identidad nacional es la vasca y que mi opción es la independencia. Soy lo primero por decisión propia y lo segundo por razones democráticas. Siempre he pensado que en las organizaciones políticas territoriales pequeñas, no solamente hay desventajas, sino que también hay variables muy favorables en orden a la fiscalización de los gobiernos, la mayor cercanía entre instituciones y ciudadanía, y como consecuencia mejores condiciones para influir en favor de los derechos sociales de la gente. No hay derechos sociales sin ciudadanía democrática, y no hay ciudadanía sin comunidad y autogobierno, como muy bien afirma la profesora María Eugenia R. Palop. Derechos sociales y derechos políticos son indivisibles. Como ya reconocía Thomas Humphrey Marshall en su Ciudadanía y clase social, los derechos sociales tienen un carácter comunitario que solo puede realizarse en el ejercicio de una democracia amplia e incluyente y eso, en el terreno que nos ocupa, se llama, cuando menos, derecho a decidir y, consecuentemente, la independencia como una opción.
Es desde mi punto de vista bastante extraño que desde posiciones autodenominadas socialistas o alternativas se siga analizando la construcción de una sociedad desde un enfoque economicista que no tiene en cuenta que los vínculos que cultivan la libertad y la democracia tienen que ver con la capacidad de una comunidad a decidir qué quiere ser y cómo quiere ser. De lo contrario la vida humana empieza y acaba en trabajar, comer y dormir, obviando los anhelos individuales y colectivos que también pasan por crear y reproducir, mediante la participación, una organización política espacialmente adecuada en una comunidad que se reconoce a sí misma como distinta a otras. Y esto incluye formar un Estado propio si es esa la decisión democrática de una mayoría suficiente.
Si se afirman los derechos sociales y al mismo tiempo se niegan los derechos políticos se está atentando contra la viabilidad de los primeros, pues solamente pueden implementarse desde una comunidad política que se organiza democráticamente, que es lo mismo que decir de manera soberana pues la democracia no se mutila a sí misma. Planteo todo esto desde una posición republicana, de rex pública, no desde un patriotismo sentimental, de consagración de la historia, y mucho menos etnicista. El derecho a decidir, lo nacional, como identidad de una realidad social plural que cuidando lo colectivo coloca en la centralidad a cada ciudadano y ciudadana con toda su individualidad. En este sentido, María Eugenia R. Palop me recuerda a Martin Buber cuando dice: “La propia libertad individual, la autoconsciencia y la autoestima, solo pueden realizarse en una vida social que inspire un compromiso con el bien común. De otro modo, nuestra vida sería solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
En resumen, la radicalización democrática que debe ser pacífica, exige tomarse en serio el hecho diferencial de cada comunidad de acuerdo con su propia conciencia mayoritaria. Ciertamente la diversidad siempre estará presente y, en consecuencia, los derechos de las minorías siempre deberán quedar garantizados. La izquierda que niega el derecho político a decidir y/o a la independencia debe superar ese olor a viejo de una unidad estatal impuesta y que puede llegar a ser una cárcel de pueblos incluso sin pretenderlo.
He dicho que voto por la independencia por razones democráticas. A ello me anima, desde luego, mi convicción de que poco hay que hacer permaneciendo en una España, rancia, muchos de cuyos políticos son personajes de la caverna, y bastantes de los cuales beben de las fuentes del franquismo, aún hoy. Una España corrupta no es mi hogar. Sé que en Euskadi y en Catalunya también hay corrupción, pero de ello ya nos encargaremos la ciudadanía vasca y catalana. Lo que es inmanejable es lo que ocurre en España, cuyas instituciones, empezando por la Justicia están taladradas por tramas corruptas.
Por fin, anteponer lo social a lo nacional es un modo de perpetuar el actual estatus quo, ya que bajo el capitalismo siempre habrá desigualdades sociales, más aún en el marco de un neoliberalismo galopante, de lo que se deduce que la agenda de los derechos sociales es poco más o menos que eterna. Realmente esa idea de que nos ocuparemos de lo nacional cuando se resuelva lo social lo veo y lo vivo como una trampa. Pero es que además es un enfoque poco solvente pues ignora que lo social para avanzar en el sentido de la igualdad necesita de un marco político alternativo al actual, y el Estado catalán o vasco puede serlo. Más aún cuando el Estado español ha dejado de ser funcional a la igualdad a la justicia y a la libertad.
Lo nacional y la globalización
Pero, como he citado, muchas voces indican que la globalización va en sentido contrario de la independencia de los pueblos, léase Catalunya o Euskadi, por ejemplo. Es verdad que la globalización es un proceso histórico, no es el resultado de un acto como encender el motor de un automóvil o la luz de una habitación. Podemos decir que en el año 2025 estaremos mucho más globalizados y en el 2050 aún más. Se trata de una transformación permanente que no sabemos cuándo podrá llegar a completarse, sobre todo por cuanto su esencia es la de extender actividades a través de un planeta diverso geográfica, climática e históricamente. Pero dicho esto convendremos en decir que la actual es una globalización desgraciada al servicio del dinero. En realidad debemos aspirar a transformarla radicalmente, haciendo de ella una oportunidad para la solidaridad y la democracia planetaria.
Como dice el profesor vasco Gurutz Jáuregui la tentación de aferrarnos a viejas certidumbres, frente a lo nuevo, no es lo más apropiado. Por contra, aceptar el riesgo de actuar ante los procesos de cambio desde una actitud crítica, es mucho más apasionante. De modo que si aceptamos el punto de partida de que la actual globalización no encarna los valores de un ideal emancipatorio, parece una necesidad la asunción de un proyecto alternativo humanista de globalización que implica la construcción de un sistema político que no esté al servicio del mercado global, sino de las personas. Así por ejemplo yo quiero más Europa, pero otra Europa.
Hacer ya unos años escribí sobre la necesidad de una contra-hegemonía como respuesta. Es en este escenario que la palabra glocalización resume bien esa tensión dialéctica que consiste en pensar globalmente y actuar en el ámbito local. Se trata de un modo de respuesta con dos componentes: uno de resistencia y otro de alternativa al despliegue de un mercado darwinista y sin rostro democrático. Planteado de una manera práctica, yo no evalúo la idea de independencia sometiéndola al arbitraje de la actual globalización, pero en cambio propugno que es la hora de los pueblos. Es por eso que defiendo una Euskadi independiente volcada junto con otros pueblos a la construcción de otros marcos internacionales institucionales y de la sociedad civil así como inter-gubernamentales.
Defiendo el espacio local, comunitario (municipio, territorio, la nación), como campo idóneo para la participación ciudadana en la toma de decisiones y el uso eficiente de los escasos recursos para el cumplimiento de un programa social. Los ataques a este enfoque de lo local no son poco importantes. Pero como bien afirma el profesor Francisco Alburquerque las potencialidades del desarrollo endógeno son extraordinarias, más allá de preferencias subjetivas por espacios políticos más próximos al ciudadano. ¿Construir una contra-hegemonía? Se trata sin duda de un paradigma con idealismo que, en cualquier caso, debe tener como punto de partida la realidad tal y como es, eso no lo niego. La teoría de redes ofrece, sin embargo, una oportunidad para generar sinergias y procesos sociales, económicos y políticos, abiertos al intercambio y a la elaboración de una agenda común de escala global. Los movimientos centrífugos, los vasos comunicantes, pueden contribuir a generar nuevos valores y una nueva cultura de la acción social, atentas a nuevas posibilidades enfrentadas a la resignación, y con disposición a desplegar por toda Europa poderes múltiples, expansivos y creativos.
Sin duda la batalla entre una globalización al servicio de pocos y manejada por poderes opacos, ocultos a la ciudadanía, y la soberanía de los pueblos (que pueden organizarse o no en Estado) está lejos de haber terminado, a pesar de la propaganda que trata de convencernos que no tenemos nada que hacer. Pasa lo mismo con la tensión entre Estado y democracia.
La idealizada “aldea global” lo es tan sólo para elites, pero no para las mayorías del planeta. En este marco no me apunto a la independencia como una huida de la realidad sino como una forma de cuartear una globalización que traiciona a la gente y, por otro lado, como impulso constructor de una comunidad independiente, con Estado propio y siempre atenta a la solidaridad con todos los pueblos del estado español.
Reitero que escribo este texto desde una posición no nacionalista. Llevo más de 40 años de internacionalista, trabajando con comunidades campesinas e indígenas de diferentes países desde el sector de la Cooperación al Desarrollo. Como en mi caso, cada vez más gente catalana y vasca se incorpora por razones democráticas a la idea de independencia. Una idea no dogmática que podría variar si una nueva realidad estatal se configurara desde soberanías compartidas.
Rebelión