Lo común no debe ser frontera


Sin lugar a dudas, la España de las autonomías ha servido para cohesionar territorialmente a las distintas “nacionalidades y regiones”, por utilizar aquellos términos tan constitucionales como vagos del artículo 2, imprecisión exigida por la necesidad de un acuerdo político que relegara aspectos tan fundamentales como este para más adelante. Pero es también esta España de las autonomías la que hasta el día de hoy ha contribuido a separar Valencia y Catalunya, mucho más que durante el franquismo. En la propia Constitución ya se introdujo el veneno de la desconfianza en el artículo 145.1 ( “En ningún caso se admitirá la federación de comunidades autónomas”) pensado para este caso, artículo que ponía la tirita antes que nadie se hubiese arañado. Y, después, el Estatuto valenciano se negoció desde España con el ojo puesto en Catalunya, sembrando el germen de la división, para que ni la lengua, ni la bandera ni el propio nombre oficial de la comunidad, pudieran sugerir proximidad alguna. Es cierto que el anticatalanismo valenciano es muy anterior a la Constitución española. Pero no es menos cierto que la transición, en Valencia, no quiso superarlo, sino todo lo contrario: incorporó esa misma tradición en su propio ADN político para vencer los recelos de futuras aproximaciones entre dos territorios que compartieron tantas vicisitudes, que a pesar de todo mantienen tantos vínculos culturales y a los que les aguarda un gran futuro de colaboración.

Todo aquello que a finales de los setenta y principios de los ochenta solo eran medidas precautorias, luego la realidad política lo alimentó, en un caso claro de autocumplimiento de profecía. La victoria del nacionalismo en Catalunya sirvió de pretexto para alimentar demagogias de confrontación de todo tipo, primero con los gobiernos de los socialistas valencianos, y luego con los del PP. Ciertamente, desde Catalunya se cometieron errores, más de omisión que de acción, pero aquí no cabe repartir las responsabilidades a partes iguales porque no sería justo. Y quien pagó el pato del enfrentamiento fue la lengua y la cultura comunes, las cuales, precisamente por ser compartidas, se manipularon hasta alzarlas como fronteras infranqueables. ¡Cuánta estupidez se ha gastado en intentar demostrar que lo mismo era distinto! ¡Cuánta irresponsabilidad sometiendo un patrimonio lingüístico común, que lo es de la humanidad, a una división en la que todos perdíamos! ¡Y cuánto despilfarro para alejar países culturalmente hermanos! Pocos casos habrá en el mundo en los que la cultura común no sirva para dialogar, sino para confrontar. Y de todos los conflictos, el más descarado, la pretensión reiterada de evitar que los canales de TVC lleguen a la Comunidad Valenciana, nombre que oculta el tan políticamente peligroso País Valencià. Pensar que en el siglo XXI aun se quieran poner puertas al campo de la televisión y por compartir una misma lengua y cultura, es verdaderamente demencial.

Desde el campo de la cultura y la reflexión intelectual, siempre se ha visto que en esa confrontación todos salíamos perdiendo. Y no solo en el campo de la cultura y la lengua, sino especialmente en el del progreso económico. La cantidad de libros e informes publicados lo avala sin discusión. En primer lugar, porque los datos del interés común han estado siempre sobre la mesa para quien los quisiera ver. ¿Habrá que recordar, por poner un ejemplo, desde cuándo y por parte de quiénes se ha reclamado la necesidad del tren de gran velocidad hasta Alicante y Murcia? Y en segundo lugar, porque las propias víctimas de esa falta de colaboración económica han sido el mundo de la cultura y sus industrias. Ha sido ridículo no aprovechar un mercado lingüístico y cultural de trece millones de habitantes. De manera que no se diga que la confrontación cultural ha frenado la colaboración económica, porque si la cultura ha servido de excusa, lo ha sido por manipulación política.

Ahora parece que se están descongelando las relaciones en el campo económico. El lunes pasado, en este mismo periódico, Josep Vicent Boira escribía un magnífico artículo sobre el coste del anticatalanismo – el autor también citaba a la “soberbia catalana”- y el “lucro cesante” que ha comportado, de carácter económico, sí, pero añado yo, también social, cultural y, por supuesto, político y democrático. Habrá que esperar a ver cómo avanza el deshielo, porque el Gobierno español, y particularmente el PSOE, ya ha empezado a mostrar su nerviosismo. Pero es cierto que, al menos desde el punto de vista cultural y lingüístico, es posible que los movimientos del PSC levanten menos ampollas de los que pudiese haber levantado CiU. Y, en cualquier caso, qué duda cabe que la crisis económica, con una Catalunya que ha perdido el liderazgo económico en los últimos años y con una Valencia económicamente envalentonada, supone un mayor equilibrio en la relación y una más clara y urgente necesidad de colaboración.

Ahora ya es posible imaginar que algún día, lo que históricamente ha unido más a catalanes y valencianos, dejará de ser su gran frontera actual. Pero no sólo eso, sino que pronto se verá que compartir un espacio cultural y comunicativo es una ventaja estratégica de la que hay que lamentar no haberla aprovechado antes.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua