Llamadle impotencia, y no mintáis más

Me temo que todavía no es hora de llegar a las conclusiones finales sobre si el primero de octubre de 2017 fue construido sobre la ingenuidad, las medias verdades, el autoengaño o desde una gran mentira colectiva. Tampoco es fácil saber quién fue de cuál de estas maneras, porque hubo de todo y la épica del momento todo lo confundió. Además, qué fue esa impresionante aventura política ahora se manipula al servicio de los diversos intereses de partido y de sus autojustificaciones. Habrá que esperar a que se retiren los liderazgos que quedan en activo de aquel episodio para hacer un balance crítico.

Ahora bien, si la sospecha de engaño está viva –la “Teoría del Gran Engaño del Proceso” lo ha llamado Albert Botran en un muy recomendable artículo en El Temps (5 de julio)–, mientras no tengamos toda la información del pre y post referendo, lo que no es aceptable es que cinco años después se haya vuelto a caer en el mismo error. Quiero decir, que se vuelva a fundamentar la política catalana en la mentira para, ahora, justificar el fracaso anterior y sobre todo la impotencia actual. Todo muy escondido en una retórica pseudorepublicana y el olvido de la nación.

Déjenme ser crudo. A mí no me disgustaría que los actuales dirigentes independentistas –los políticos y los civiles– dijeran que no saben cómo avanzar en el camino de la emancipación nacional. O que no se ven con coraje, vistos los riesgos de una represión que no cesa ni tiene la pinta de hacerlo. O que piensan que ahora es tiempo de cuidar la hacienda propia: ya se sabe que da más miedo el riesgo de ser arruinado que el de ser encarcelado. ¿Quién no sería capaz de ponerse en su piel? Podrían decir, también, que el precio que haría pagar a España en todo el país es demasiado alto, y yo me haría cargo de ello. Y, aún, podrían reconocer que no confían lo suficiente en el mismo país para dar el paso, y podría entenderse.

Pero lo que no puede ser es que se mienta. Que a la frustración se le añada ahora una tomadura de pelo colectiva. Porque, si ya no es fácil superar la frustración, seguida de una tomadura de pelo tan descarada como la actual, la desolación y el desamparo colectivos pueden acabar provocando el abandono definitivo de toda esperanza. Y, desde mi punto de vista, tan desoladora es la promesa de una estrategia de confrontación que siempre acaba en derrota ante el Estado –y con el desprecio partidista del independentismo que le es adverso–, como nos hacen tragar con promesas de diálogo, desjudicializaciones o capacidades para obtener ventajas autonómicas del gobierno español.

No puede ser que se haga ver que no se ha oído a Salvador Illa cuando dice que “la política del diálogo no es ceder, sino que es un ejercicio de respeto, escucha y contrastes de puntos de vista para buscar una solución política”. Él sí habla claro, y no se lía –ni se “deja intimidar”– por una imposible “mesa de negociación”, como hace Oriol Junqueras. Tampoco puede que se hable de desjudicializar el Proceso si el propio fiscal Javier Zaragoza, pública y desvergonzadamente, dice que ni pensarlo, que esto implicaría “desarmar al Estado para evitar respuestas penales” contra los catalanes. Aparte, ¿qué tipo de independencia judicial es ésta en la que dos gobiernos pueden pactar lo que no está en sus manos si, por otra parte, cada día se avanza en más judicializaciones, la última la de la Audiencia haciendo repetir el juicio a los síndicos del referéndum? ¿Nos toman por imbéciles?

Y si faltaba alguna señal, recordando que el gobierno de Pedro Sánchez no ha sido capaz de aprobar ni una sola resolución simbólica de su supuesto socio principal en el último debate sobre el estado de la nación –la suya– ni de cumplir los acuerdos previos, ya está todo dicho.

Quizás no tienen la misma gravedad moral las mentiras piadosas de unos y las mentiras deshonestas de otros. Pero no es sólo que la mentira nunca nos hará libres, es que una libertad conseguida a través del autoengaño, nunca sería verdaderamente liberadora.

ARA