Estado de Derecho es un concepto que se corresponde con la existencia de un ordenamiento jurídico, preciso y claro, por el que se rige un Estado. El estado de derecho puede ser feudal, esclavista, absolutista, y también representativo y, más aún, democrático. Todo sistema político que se ajusta en su funcionamiento a una legislación clara y precisa constituye un Estado de derecho y en este sentido podemos calificar al sistema que crearon los romanos como de auténtico Estado de Derecho. Si será cierto lo que se dice, que el mismo derecho romano se ha constituido en modelo de los sistemas jurídicos actuales.
No obstante, no son equivalentes Estado de Derecho y sistema jurídico democrático. En el derecho romano, así como en los sistemas legales griegos –Dracón, Solón, y otros antiguos, como el de Hamurabi-, la negación a los esclavos de la condición humana impide que puedan ser considerados democráticos; lo mismo cabe decir de los sistemas legales que dominaban el panorama legal en la época del absolutismo. Tampoco es correcto calificar de democráticos a los sistemas jurídicos que no reconocían el sufragio universal, propios del primer Liberalismo, aunque todos ellos puedan ser considerados dentro de lo que se denomina un Estado de Derecho. Estado de derecho es un concepto que no hace referencia sino a la presencia de un sistema legal previo, al que se ajusta el poder en su ejercicio, renunciando a actuar de manera arbitraria.
Está claro, sin embargo, que un sistema político democrático precisa de mayores requisitos. En tal sistema el ordenamiento jurídico, además de ser claro y preciso y tener sometido a su mandato al ejercicio del poder, se ajusta a otras exigencias. Entre ellas la de mayor importancia es el reconocimiento expreso de una serie de derechos del individuo que son inviolables y que ningún poder, aún respaldado por la mayoría, puede conculcar, aunque sea el criterio de la mayoría el que deba prevalecer a la hora de tomar las decisiones políticas. A la hora de valorar un sistema jurídico, al igual que las leyes que lo integran, será necesario tener en cuenta estos requisitos; más, si el mismo pretende ser un sistema democrático, porque no es suficiente que se cumplan ciertos aspectos formales exteriores en la elaboración y ejecución de la ley, si la misma es resultado de la arbitrariedad.
Si contemplamos a la luz de estos principios el actual sistema jurídico español, me asalta la duda de que pueda ser calificado de democrático, e incluso podría discutirse que cumpliese tan siquiera los requisitos de un Estado de derecho. Desde luego, la política española carece de tradición en este terreno y el sistema actualmente vigente soporta demasiado lastre de la época de la Dictadura franquista, como para concederle unas condiciones como las exigidas por un sistema jurídico democrático. Lo siento por quienes se sientan soliviantados por mis afirmaciones, pero entiendo que el simple cumplimiento de aspectos formales en la elaboración de la ley no basten para convertir en democrático lo que es profundamente autoritario. Creo, al respecto, que es sumamente relevante la manera de expresarse de un personaje que ha sido clave en la configuración del actual sistema político y que sigue contando con gran predicamento. Me refiero al miembro del P.S.O.E. Alfonso Guerra. Este señor se ha atrevido a afirmar que Montesquieu ha muerto. Por mi parte pienso que Montequieu jamás ha visitado España, ni ha sido invitado a ella. En España quien tiene el poder, de cualquier índole que éste sea, lo ejerce sin contemplaciones, lo mismo se cubra con el tricornio, o vaya vestido con la toga y birrete salmantino en cualquier palacio de Justicia, o se siente en el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo en Madrid; muestra de lo que afirmo la constituye el conflicto que en el momento presente enfrenta a los dos partidos españoles más fuertes con respecto al Consejo General del Poder Judicial. La filosofía más profunda que imbuye a quien ejerce el poder en España está representada por el “aquí quién manda, manda”.
No voy ahora a hacer el elogio de la cultura política francesa. Tengo claro que el sistema político francés es igualmente autoritario, al menos por lo que se refiere a quienes son franceses a la fuerza, sin que se les deje decidir con libertad. No obstante debe reconocerse el profundo sentido de la igualdad que existe en todo su sistema legal, al menos desde el punto de vista jurídico. En Francia resulta inaceptable una ley elaborada con vistas a favorecer, o perjudicar, a un grupo concreto. Todos los ciudadanos franceses tienen el mismo derecho a acceder a los beneficios de la ley y se encuentran igualmente obligados por sus prescripciones. De aquí surgirá siempre una ley clara, concreta y –como señalan los juristas franceses- sin segundas intenciones (esto es, una ley hecha para favorecer, o perjudicar, a determinados individuos o grupo de individuos). El sistema jurídico francés constituye inequívocamente un Estado de derecho, porque rehúye la arbitrariedad; ya no entro en si constituye un auténtico sistema democrático, desde el punto en que niega a muchos ciudadanos el derecho a no ser franceses.
¿Se puede afirmar lo mismo del sistema jurídico español? Difícil, cuando no se tiene reparo en repudiar a Montesquieu. Dejando a un lado esta cuestión, podemos contemplar leyes concretas que no cumplen los requisitos de claridad y de responder a segundas intenciones, como exige la ley francesa. Sin ir más lejos, la LEY DE PARTIDOS, que ha permitido perseguir judicialmente a la izquierda abertzale -y pende como una amenaza sobre quien se muestra contrario a aceptar el actual status jurídico- constituye una muestra acabada de las segundas intenciones que debe estar ausente de toda iniciativa jurídica. Esta ley tiene la finalidad de impedir la acción política de unos ciudadanos concretos; los que pertenecen a la izquierda abertzale y denominados entornos. La justificación de esta ley no se encuentra en la persecución de unos hechos objetivos de carácter general, sino la de hechos que puedan realizar individuos concretos, por formar parte de determinadas organizaciones políticas a las que de manera arbitraria se las califica de terroristas. Manifestar condescendencia ante E.T.A. constituye delito; manifestar adhesión a la Falange o a movimientos fascistas, no. Quemar un vehículo en Donostia es delito de terrorismo, quemarlo en Sevilla o Valencia, gamberrada…
Resulta obvio lo arbitrario de tal situación, que resalta en mayor medida cuando escuchamos a los responsables políticos y judiciales que adoptarán una actitud de extrema vigilancia: no ya en relación a posibles delitos materiales, sino ante actitudes que no rebasen la simple manifestación de puntos de vista sobre la realidad política de un territorio del Estado como es Navarra, Euskalerria.