La actual inestabilidad política es resultado de haber osado poner en cuestión el ‘statu quo’ de la unidad de España tal como lo define su Constitución. Una inestabilidad que el Estado español quiere combatir, inútilmente, con la represión y el escarmiento. Pero no son sólo las aspiraciones independentistas, sino que hay que añadir otros factores globales que impactan sobre todos los sistemas políticos occidentales: los populismos de derechas e izquierdas, la ruptura de las jerarquías informativas por parte de las redes sociales o el protagonismo de organizaciones capaces de poner a los partidos políticos de cara a la pared. Las estructuras y las culturas políticas de cada sistema estatal provienen de hacer frente de manera distinta a los desafíos globales. Y hemos podido comprobar cómo la debilidad democrática del sistema español tenía unos agujeros en el estado de derecho difíciles de zurcir.
Sin embargo, una de las principales consecuencias de todo ello ha sido transferir esta inestabilidad general a la percepción que tenemos de los mismos políticos. Quiero decir que la vulnerabilidad de los equilibrios políticos, inevitablemente, ha contaminado la imagen de quienes los protagonizan. Claro que se puede sentir nostalgia por los antiguos liderazgos fuertes de algunas personalidades, pero se olvida que aquella fortaleza era tan suya como de las circunstancias que la permitían. E, igualmente, se olvida que ese tipo de liderazgos, incluso con las mismas personas, ahora serían irrepetibles. Los González, Pujol y Maragall eran posibles en los años ochenta y noventa, pero no después. Los Aznar, Rodríguez Zapatero y Montilla, de la primera década del siglo, sin embargo ya no fueron lo mismo. Rajoy y Mas ya no pudieron ni parar el golpe… Y así sucesivamente.
Se puede afirmar, pues, que ha habido una aceleración en la erosión de los liderazgos políticos simultánea al rápido debilitamiento de los mecanismos tradicionales de consolidación del poder. Y aquí he mencionado las presidencias de gobierno, pero la reflexión sería fácilmente trasladable a la mayoría de niveles institucionales, y también a todo el mundo. Es por esta razón que me parecen tan equivocados los análisis que atribuyen casi exclusivamente a las cualidades personales las capacidades de los liderazgos actuales. Ya no es que se ignoren -y, por ello, se acaben normalizando- las situaciones de excepcionalidad, sino que el gran error es considerar que la vulnerabilidad política es culpa del perfil personal de los líderes que, precisamente, se hacen fuertes ante la sacudida del momento.
Y no sólo eso. Hace pocos días escuchaba, por enésima vez, cómo desde la comodidad de un medio de comunicación se reprobaba la poca calidad -así, en general- de los políticos actuales, sus inconsistencias y sus desaciertos. Y no es nada difícil leer análisis sesudos sobre su total incompetencia. Pero, aunque nunca me ha gustado esa frase que dice que tenemos los políticos que nos merecemos, sí creo que la política y los políticos que tenemos se parecen mucho en el resto de espacios sociales y a quienes los ocupan. Dicho en forma de pregunta: ¿es que la calidad de nuestros periodistas, profesores de universidad o dirigentes de la sociedad civil en general es mucho mejor que la de los alcaldes, diputados, consejeros o presidentes que conocemos? ¿Es que los sistemas de obtención de las posiciones profesionales de los primeros son mucho mejores que las de los cargos políticos? ¿Creen que la competición y las negociaciones para conseguir los puestos de poder profesional -particularmente, los de los que desprecian a los políticos y la política- son más limpias que las que caracterizan las de los partidos?
Mi experiencia me dice que lo que diferencia el mundo de la política de otros espacios profesionales es que el primero es, sin embargo, mucho más transparente y, por tanto, fácil de criticar. Y que si se levantara el telón de cómo han llegado a donde están muchos de los que se rasgan las vestiduras por los políticos y la política que tenemos, nos entrarían muchas ganas de hacer unas risas. O de llorar.
ARA