Lengua y poder

Existe el riesgo de que las reiteradas provocaciones y las agresiones directas en contra de la lengua catalana como las de hace poco nos distraigan de cuáles son las verdaderas y profundas razones que las explican. Quiero decir que, más allá de las malas intenciones partidistas, la estructura de poder que ordena la relación entre España y los Països Catalans tiene en la lengua uno de sus principales instrumentos: de dominación para unos y de resistencia para otros.

Dicho de otro modo: cuando la provocación o la agresión es explícita, se puede llegar a pensar que todo se reduce a una cuestión de malas voluntades, y que si se pudiera tratar con buena gente, el problema habría terminado. Y no es así: la lengua es, al margen de las voluntades subjetivas, un espacio destacado de confrontación política. Por eso, más allá de los brotes de agresividad desbocada, para entender las condiciones reales del conflicto hay que analizar los períodos de supuesta tranquilidad, de los pretendidos tiempos de paz lingüística.

Y es que las lenguas no son sólo herramientas de comunicación, sino también instrumentos de poder que tanto pueden estar al servicio de la creación de una comunidad política, de una nación, como al servicio de su genocidio cultural. Las lenguas crean las condiciones para una existencia colectiva adaptada en cada momento, trascendiendo cada uno de los individuos que las emplean. La lengua es la herramienta que sitúa la relación social en un determinado contexto cultural e histórico. Y es ese contexto el que atribuye sentido a la vida social a través de una memoria que actualiza el pasado para proyectarlo hacia el futuro. He aquí la grandeza de una lengua. Pero es también debido a esa grandeza por lo que puede convertirse en el objetivo a abatir para quien quiere aniquilar a la comunidad que edifica.

Así, todo intercambio lingüístico es un acto de poder, tanto cuando se produce entre los hablantes de la misma lengua -vinculándolos entre ellos-, como en los intercambios entre varias lenguas cuando entran en contacto. No se trata de buenas voluntades particulares, sino condiciones estructurales. Si la relación entre España y los Països Catalans, entre el poderoso estado nación español y la nación políticamente precaria de los territorios que hablan catalán, es de naturaleza cuasicolonial, entonces la naturaleza política de esta relación se expresará en unos determinados usos y comportamientos lingüísticos y forzará los conflictos propios de una relación de subyugación. Y esto al margen de las intenciones y percepciones subjetivas que tengan los mismos hablantes.

Por eso, en un marco de dominación y dependencia, presentar las lenguas de cada parte como meros instrumentos de comunicación políticamente inocentes es una forma de enmascarar la relación de poder, lo que obviamente favorece la posición de la lengua dominante. También es esa desigualdad estructural la que explica la eficacia de las conductas condescendientes del dominador -lo de agradecer las cuatro frases en catalán del rey de España-, o la que da cuenta de que el cambio a la lengua dominante sea interpretado como una muestra de “buena educación”. La condescendencia del fuerte y la reverencia del débil son mecanismos eficaces en toda dominación para materializar el ejercicio de la violencia simbólica, que es la que se ejerce con la complicidad de la víctima. Ya lo decía Tácito: “La marca del esclavo es hablar la lengua de su señor”.

La conclusión parece clara: esto no va ni de porcentajes en el doblaje o producción audiovisual, ni de eficacia del modelo de inmersión. Esto sólo es supervivencia. La existencia del catalán –y de la nación que contribuye a crear– depende en último término de la emancipación política de la comunidad para superar el marco actual de dependencia estructural. Por eso, mantener el catalán en todas las formas de relación no es un desprecio a la lengua española sino un verdadero acto de desobediencia a la imposición estructural de la dominación política que esta lengua, aquí y ahora, lleva añadida.

ARA