No podemos seguir así. La pandemia ha alterado la vida cotidiana y ha propiciado polémicas absurdas sobre los derechos individuales y colectivos, como en otro tiempo, cuando se negaba el derecho de Cataluña a la autodeterminación. En los años noventa, los filósofos Eugenio Trías y Fernando Savater se manifestaban en contra de la existencia de los derechos colectivos desde sus columnas de opinión de los diarios ‘El Mundo’ y ‘El País’, respectivamente. Como lo que se discutía era sobre Cataluña y sus derechos nacionales, la izquierda prescindía de que estos dos pensadores españoles ideológicamente habían evolucionado hacia la derecha. Negar la existencia de los derechos colectivos es como negar el derecho a la paz; el derecho al desarrollo; el derecho a la autodeterminación y a la libre disposición de las riquezas y recursos naturales; el derecho al patrimonio común de la humanidad; el derecho de las minorías étnicas, lingüísticas y religiosas a su cultura, a su lengua y a su religión; el derecho de los trabajadores migratorios a trabajar en otros países en condiciones dignas y justas, y el derecho al medio ambiente. El derecho a la vivienda, recogido en la Constitución de 1978, es también un derecho colectivo. Los derechos colectivos, por tanto, son aquellos que afectan a los intereses comunes de los ciudadanos de una comunidad. Cuando estos derechos se convierten tan sólo en un derecho individual basado en la meritocracia, entonces es que ha triunfado el neoliberalismo más insolidario. El sálvese quien pueda. Los individuos se realizan en sociedad y no como lobos solitarios.
Cuando en 1958 el activista laborista británico Michael Young publicó el libro ‘The rise of the meritocracy, 1870-2033: An essay on education and equality’, su intención era combatir el elitismo que detectaba en Europa y que ponía en riesgo el principio de solidaridad en las democracias liberales. El ensayo de Young es un ensayo novelado de una Gran Bretaña, del año 2034, en el que el gobierno está en manos de las personas que han demostrado tener méritos, que se equiparan a la suma de la inteligencia y el esfuerzo. El contexto social no importa. Sólo cuentan las personas, consideradas individualmente, prescindiendo de si todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades para destacar e imponerse. Young reclamaba una educación justa a la que pudiera acceder todo el mundo. Pero enseguida se dio cuenta de que el neoliberalismo distorsionaba el concepto de meritocracia porque, al privatizarlo, por decirlo de algún modo, hacía saltar por los aires la igualdad de oportunidades. Si la meritocracia no tiene en cuenta los niveles de desigualdad social que acompañan a las habilidades y las predisposiciones individuales es que, como denuncia Michael J. Sandel en un libro reciente: ‘The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?’ (2020), deja de ser justa. Es una falacia. Sin derechos colectivos, que son los únicos que aseguran que todo el mundo pueda acceder a las oportunidades, no existen derechos individuales. El sueño americano se basa en la idea de que EEUU es un “país donde, tengas el aspecto que tengas o vengas de donde vengas, si estás dispuesto a estudiar y esforzarte, puedes llegar todo lo lejos que tu talento te lleve”. Sandel cree que esa afirmación del presidente Obama es injusta e incluso tóxica, porque se sostiene sobre un espejismo. Sin una política niveladora, que compense las discriminaciones por razón de nacimiento o etnia o minoría, es imposible apelar a la igualdad entre los individuos. Se necesitan políticas públicas que regulen los derechos colectivos que benefician a las personas individualmente.
Si en vez de hablar del mérito o de los derechos laborales, que son colectivos, como se pone de manifiesto en los convenios que firman los sindicatos y las patronales, hablemos de lenguas, el patrón es el mismo. La clasificación de los derechos humanos en tres generaciones, ideada por el jurista checo Karel Vasak y utilizada básicamente como instrumento pedagógico, responde a criterios temporales y materiales y no para determinar que unos derechos son más importantes que otros. Se trata de derechos de carácter general, puesto que hacen referencia a anhelos colectivos que afectan a intereses o bienes que son patrimonio de todos, y que se fundamentan en la solidaridad. La defensa de las lenguas y, por extensión, del multilingüismo forma parte de esa visión colectiva de los individuos. El objetivo es preservar una educación para todos, la convivencia entre comunidades de todo tipo, la diversidad de creencias, etnias, lenguas y naciones y la solidaridad entre el norte y el sur, los pobres y los ricos. La lengua no es un hecho individual, sino que forma parte de la comunidad de los hablantes. El conjunto de los países de lengua y cultura españolas conforman la hispanidad, como los francófonos se reconocen en la francofonía y la catalanidad define a los catalanohablantes, se llame cómo se llame la lengua en cada lugar donde es hablada. Los derechos lingüísticos individuales abarcan el derecho a ser reconocido miembro de una comunidad lingüística y el derecho a utilizar una lengua en público y en privado. Y si estos derechos cobran sentido, es porque los individuos también tienen derecho a disponer de servicios culturales, a la presencia equitativa de la lengua y la cultura en los medios de comunicación, en el mundo digital, etc. La lengua forma parte del espacio vivido.
La inmersión lingüística es hija de esa filosofía solidaria que no discrimina por origen. Es tan universal como la sanidad. Los constructores de la autonomía no quisieron convertir la lengua en un mérito que sólo favoreciese a un sector y lo convirtiera en privilegiado. Si el modelo es compartido y se cumple de verdad, todo el mundo en Cataluña dominará dos o tres lenguas, si contamos el aranés, además de una lengua extranjera. Esto con el entendimiento de que los catalanófobos no acaben ganando la partida de la sustitución lingüística, que es el sueño húmedo del españolismo. Aunque el catalán es la lengua propia de Cataluña y el aranés la del Vall d’Aran, el Estatut y las leyes de política lingüística aseguran la pluralidad y la convivencia lingüística con el castellano. El revuelo de estos días sobre el 25% de castellano en las aulas es promovido por el españolismo, que ha aprovechado un pronunciamiento, y no sentencia alguna, del Tribunal Supremo para reanudar la ofensiva contra el modelo de escuela catalana que ya había empezado al arrancar la autonomía. Dado que el españolismo —que fue, también, fundamento de la coalición del 155—, tiene la sensación de que el independentismo ha salido del proceso escaldado y debilitado, ha querido aprovechar la ocasión para avanzar posiciones. Con lo que no contaba esta gente es que la lengua fuera todavía material inflamable, incluso para muchos catalanes que hablan habitualmente en español. El catalán ha sido una herramienta de cohesión social tan importante que tiene defensores muy combativos. En este sentido, el catalán sí que ha sido un mérito al alcance de todos. Quien pretende convertir la lengua en un derecho meramente individual es que, en el fondo, aspira a hacer de Cataluña una sociedad dividida y desnacionalizada, con ciudadanos de primera y segunda. Y esto es inaceptable.
MIRALLL