Legitimidades complejas, soluciones pragmáticas


Las decisiones políticas de las democracias liberales no se legitiman sólo a partir de valores y objetivos de carácter democrático o liberal. En términos generales, puede decirse que hay hasta nueve fuentes diferentes de legitimación en las democracias actuales, asociadas a diversas corrientes y tradiciones políticas e intelectuales, que las instituciones y partidos utilizan cuando tratan de justificar sus decisiones: el liberalismo político (derechos individuales y colectivos, técnicas de limitación del poder, representación, protección de las minorías), la soberanía popular democrática (sufragio universal, participación, referendos), la seguridad (interna y externa), la colectividad nacional (estatal o no estatal), los objetivos socioeconómicos (desarrollo, redistribución, lucha contra la pobreza), los valores funcionales (estabilidad, eficacia, eficiencia), los valores posmaterialistas (ecología, etc.), los valores y modelos de la división territorial de poderes (federalismo, etc.), y el mantenimiento y promoción de valores culturales (lingüísticos, religiosos, etc.).

Como se sabe, hay diferentes modelos institucionales en el momento de concretar los valores legitimadores. De hecho, no hay dos democracias iguales. Difieren en la regulación de los derechos individuales y colectivos; las formas de Estado y de gobierno, la concreción de la separación de poderes y los principios de legalidad y constitucionalidad, el reconocimiento y protección (o no) de las minorías nacionales, lingüísticas o religiosas, los sistemas electorales, los modelos territoriales, los sistemas de bienestar, los procedimientos de control y reforma constitucional, etc.

Aparte de sus diferencias, sin embargo, todas las democracias presentan tensiones entre sus principios legitimadores. Considerados separadamente, son principios deseables, pero cuando se combinan entran a menudo en contradicciones prácticas. Es decir, se trata de principios legitimadores que no resultan fácilmente sintetizable en un conjunto armónico.

Un ejemplo clásico de estas tensiones es la relación entre los principios del constitucionalismo, la soberanía popular y los procesos de nation building (construcción nacional) presentes en todas las democracias actuales. Los objetivos de cada uno de estos vértices legitimadores impulsan la lógica política hacia diferentes direcciones. Sabemos, por ejemplo, que las fronteras existentes entre los estados no se han establecido normalmente a partir de procesos de consenso, sino a partir de prácticas violentas que incluyen guerras, anexiones territoriales, deportaciones y divisiones de poblaciones, etc. Cuando se habla de soberanía popular surgen preguntas inmediatas: ¿a qué pueblo se refiere?; hay / debería haber democracias con más de un pueblo ; ¿quien tiene derecho a establecer quién es el pueblo?, etc. Obviamente, la respuesta no puede ser “el pueblo es aquel que la Constitución dice que es el pueblo”, ya que esto lleva a un círculo vicioso conceptual. Este es un tema que nunca han resuelto las teorías de la democracia moderna, sean de raíz liberal o republicana.

Las tensiones entre derechos, democracia y territorios, vistas ya en los tiempos de las revoluciones francesa y americana, en los últimos años han formado parte del debate sobre las relaciones entre legalidad y democracia (Michelman-Habermas), y de la protección de los derechos colectivos en democracias plurinacionales (Taylor, Walzer). Una conclusión es que las posibles soluciones institucionales de estas tensiones estructurales deben ser de carácter particular y pragmático, es decir, deben estar basadas en acuerdos empíricos, siempre revisables, entre los actores implicados en cada contexto.

La tendencia del mundo es que el número de estados vaya aumentando -se ha multiplicado por más de tres en el último siglo, paralelamente al establecimiento de instituciones supraestatales como la UE-. En contra de lo que mantienen a menudo PP, PSOE y algunas instituciones del Estado, los procesos de independencia de colectividades nacionales como Escocia, Cataluña o Quebec fundamentan su legitimidad en valores liberales y democráticos, además de nacionales y culturales.

En los términos civilizados de una democracia del siglo XXI no resulta legítimo obligar a los ciudadanos de una colectividad nacional a quedarse dentro de un Estado en contra de la voluntad de la mayoría. En términos morales, esto resulta simplemente impresentable. La validez de las leyes no les otorga automáticamente legitimidad. En el caso español, una vez se ha descartado -porque no es realista- que pueda establecerse por consenso un marco institucional aceptable, una de dos: o se permite expresar legal y libremente cuál es esa voluntad a través de un referéndum, o bien los ciudadanos implicados están plenamente legitimados a constituir su propio Estado a través de una movilización pacífica, pero contundente, en ruptura con la obsoleta legalidad constitucional que impide la expresión democrática de aquella voluntad mayoritaria. El divorcio es siempre mejor que un mal matrimonio. Pero el divorcio, recordémoslo, es un derecho que ha tenido que conquistar.

 

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