El constitucionalismo (Estado de derecho) y la democracia son dos principios inherentes a las democracias liberales. Sin embargo, tal como ocurre a menudo con el pluralismo de valores, estos dos principios legitimadores no siempre resultan armónicos. Sus lógicas a veces se convierten en contradictorias. Este es un tema clásico de la teoría política contemporánea.
Podemos ver la historia de las democracias como el progresivo reconocimiento de demandas de acomodación política hechas por diversos sectores sociales, nacionales y culturales. Sabemos que el lenguaje abstracto de los valores de libertad, igualdad y pluralismo ha contrastado con la exclusión práctica de libertades, igualdades y pluralismos concretos en los estados contemporáneos (no propietarios, mujeres, minorías étnicas, lingüísticas, nacionales, etc.). De hecho, la mayor parte de los primeros liberales -hasta finales del siglo XIX- eran contrarios a derechos democráticos como el sufragio universal o el derecho de asociación. Unos derechos que hoy nos parecen casi evidentes, pero que tuvieron que ser arrancados a la legalidad constitucional, sobre todo por las organizaciones de las clases trabajadoras, después de décadas de enfrentamientos. Posteriormente llegarían los derechos sociales, base de los estados de bienestar de la segunda posguerra.
Por otro lado, sabemos que las democracias han construido a partir de realidades estatales construidas históricamente a través de matrimonios reales, guerras, anexiones territoriales, etc., en procesos alejados por completo de las legitimidades constitucional y democrática. Las fronteras de los estados a menudo responden a fenómenos de fuerza, no de consenso. Paralelamente, las teorías de la democracia han sido tradicionalmente teorías del Estado democrático. Es decir, han sido teorías estatalistas que no cuestionan quién forma el ‘demos’ de las democracias concretas. En este sentido, se trata de teorías conservadoras del estatu quo. Una característica que no resulta neutra cuando en las democracias plurinacionales se regulan los derechos (individuales y colectivos), las instituciones representativas, la distribución de poderes o las relaciones internacionales.
El constitucionalismo ha tratado a menudo las diferencias nacionales internas de los estados en términos de “desviaciones particularistas”. Sin embargo, la experiencia empírica indica que los estados no han sido nunca, ni son, ni pueden ser, neutros en materias nacionales (y lingüísticas y culturales). Una práctica habitual ha sido promover la laminación y marginación de las minorías nacionales en nombre de la “igualdad de ciudadanía” o de la “soberanía popular”, actuando en la práctica de una manera muy desigualitaria y discriminadora en favor de las características particulares del grupo nacional hegemónico.
Hoy nos encontramos con una nuevo vertiente, de carácter nacional, de la equidad política. Un aspecto que resulta imprescindible para avanzar hacia un constitucionalismo y unas democracias con más calidad ética. En la actualidad se va abriendo camino la idea de que el uniformismo es enemigo de la igualdad, y de que el cosmopolitismo pasa porque las colectividades nacionales se conviertan en ‘demos’ con pleno derecho a decidir su futuro colectivo.
Estas han sido cuestiones muy desconsideradas hasta hace pocos años en las corrientes políticas tradicionales (liberalismo, socialismo, republicanismo y conservadurismo). El pluralismo nacional es un tipo concreto de pluralismo ante el que las ideologías clásicas a menudo se muestran refractarias, perplejas o desorientadas. Pero, de hecho, todos los estados, incluidos los democráticos, siguen siendo agencias nacionalistas y nacionalizadoras.
En el marco de la legalidad española actual, un referéndum democrático es inconstitucional. De hecho, la interpretación que ha hecho el Tribunal Constitucional ha convertido al Estado en una realidad jurídica muy pequeña, donde Cataluña, como colectividad nacional diferenciada, no tiene cabida. Vivimos en un constitucionalismo jibarizado que expulsa el pluralismo nacional y la democracia. Sin embargo, hemos llegado a un punto en que la respuesta más racional y más democrática ante la inconstitucionalidad es: “¿Y qué?” Y actuar en consecuencia. De una manera democrática, pacífica y europeísta, pero contundente al máximo, internacionalizada. En el futuro del siglo XXI, en cuanto a la consideración de los ‘demos’ nacionales, el constitucionalismo deberá flexibilizar su estatalismo. Deberá adaptarse al pluralismo y a la democracia, no al revés. Hoy, el mundo mira a Cataluña.