Rosa Chacel, una de las escritoras más libres del siglo XX español, la menos femenina y la más antifeminista (“soy un caballo que escribe”, decía de sí misma), la que menos ataduras impuso a su cuerpo y a su mente y la que más incómoda se sintió en los dos recintos, reconsideraba al final de su vida, desde sus casi cien años de acerada lucidez, el balance de su trabajosa y feroz independencia: “El lugar natural de la mujer es el harén”.
Hay lugares a los que todos volvemos de visita con la imaginación al menos una vez en la vida. Son tan densamente mestizos, contienen tantos residuos primordiales -hambre, riqueza, poder, sexo- que no puede decirse que no sean de algún modo también nuestros: el granero, el templo, la mafia, el harén. Está el deseo de comer, de guardar, de atesorar, de acumular, de derrochar, de dominar, institucionalizado en “la pesada carga del hombre macho” que tiene que alimentar, atender, satisfacer y reconciliar a sus cien mujeres; y está el deseo de ser comido, de ser guardado, de ser atesorado, de ser dilapidado, de ser dominado, que cristaliza en el orgullo de aceptar frente al “hombre macho” una nulidad sagrada. Lo que sabía Rosa Chacel es que el sueño del harén es compartido por esas dos criaturas que, con independencia de su sexo, llamamos “hombres” y “mujeres”. Si uno tiene que ser sujeto, quiere sujetar sin límites; si uno tiene que ser objeto, quiere ser al menos un objeto valioso. ¿Tenemos que serlo? ¿Habrá que caer de uno u otro lado de este destino común? Para combatir el “sueño del harén”, el vicio de la dependencia, habrá que empezar por reconocer que ese lugar donde el guardián guarda no monedas o granos sino “agujeros” -porque, más allá de su grosera función sexual, sus víctimas son carnes huecas- es tan atávico y tan imperioso, tan instintivo y tan perruno como el supermercado o la guerra aérea: hay que ejercer mucha fuerza bruta para no tener que recurrir más que a la propia espiritualidad para imponerse y hay que sufrir mucha fuerza bruta para no poder recurrir sino a la propia belleza para sobrevivir. Y la historia de la humanidad, que es historia de la lucha de clases, es también la historia del acomodo y la complicidad entre los espirituales poderosos y las bellas supervivientes.
Ken Bugul ha escrito una novela, Riwan o el camino de la arena (Ediciones Zanzíbar, Otras Narrativas, traducción Nuria Viver Barri) que, frente al Occidente comilón y colonialista, defiende con excitante vigor literario el sueño de Rosa Chacel: la superioridad emancipatoria del harén. Mientras las feministas creían que había que liberar a las mujeres de la alienación machista, Bugul insiste narrativamente en que la verdadera alienación es el feminismo y que la verdadera liberación debe pasar por una realienación en las propias fuentes. Hay una alienación ajena y una alienación auténtica. Hay una liberación alienante y una alienación liberadora. Las mujeres occidentales, sometidas al mismo tiempo a las tensiones del mercado y a las del ideario feminista, no sólo no reciben ya cuidados sino -mucho peor- sienten vergüenza de darlos; mientras que el harén es, además de una máquina de cuidar al hombre macho, una red cálida de cuidados y solidaridades recíprocas. Las mujeres occidentales, sumidas en el estrés de la igualdad, han olvidado lo que es la sexualidad; mientras que el harén es más libre, más excitante, más sutil, más sensual, más transgresor, gracias al sistema cerrado de estímulos y compensaciones siempre activo en su interior. Las mujeres occidentales luchan sin cesar contra (o sucumben vergonzosamente a) la posesión celosa; mientras que el harén arranca de raíz toda pretensión de exclusividad amorosa. En definitiva: una mujer occidental tiene la única posibilidad de sustraerse a la tiranía de la familia para convertirse en una mercancía mientras que las mujeres senegalesas siempre pueden escapar al mismo tiempo al padre y al matrimonio convirtiéndose en una de las treinta esposas de un anciano bueno y poderoso. Este es precisamente el argumento central de Ridwan: frente a la boda convencional de Nabou Samb, frente al adulterio apocalíptico de la joven Rama, nuestra Narradora, de vuelta del Occidente comilón y colonialista, encuentra el verdadero placer y la verdadera libertad en la obediencia -diría Marx- “a las generaciones muertas que oprimen el cerebro de los vivos”. En este caso, a los preceptos de una secta musulmana senegalesa basada, como el Opus Dei, en la sumisión absoluta y el trabajo voluntario.
Ken Bugul tiene razón en su denuncia, pero no tiene razón en su defensa. Nacida en Senegal, manejando con enorme eficacia recursos literarios de la tradición oral africana, su novela cuenta, sin embargo, una historia típicamente occidental, una historia ejemplarmente occidental. Si el machismo y el capitalismo son inevitables, la peor sociedad posible es una combinación de ambos; por eso es casi ya una figura estándar la de la europea soltera, suelta, ya madura, sin hijos que cuidar, cansada de luchar, que acepta con alivio, contra su pasado y sus principios, un “hombre macho” de ultramar a cambio de un poco de atención sexual (a cambio a veces también, sencillamente, de que le deje cuidar su ropa o sus cacharros). El machismo feudal tiene su encanto literario; la tradición polígama de la que huyen hacia occidente tantos emigrantes redundantes y tantas emigrantes sojuzgadas, puede fascinar a un parisino o a un madrileño. Pero muy mal tienen que ir las cosas en este mundo para que, frente a la pesadilla del mercado, lo único que se nos ocurra sea el sueño del harén. La novela de Bugul es provocativa, es instructiva, es irritante y bonita, pero su exotismo no debe llamar a engaño. De India, de Filipinas, del propio Senegal -y ésta es la historia en la otra dirección – decenas de chiquillas llegan a España, huyendo de la pobreza y de sus futuros maridos, para hacerse monjas. Dios es polígamo en todas partes; y hacia él huimos cada vez más desde todos los rincones del mundo buscando un lugar primordial, un lugar tan nuestro, tan auténtico, como lo son también las ganas de comer y las ganas de ser comido.