Una concepción estereotipada presenta la historia contemporánea de España como un choque entre las llamadas “dos Españas”: la España “conservadora”, anclada en valores, intereses e identidades tradicionales (monarquía, catolicismo, nacionalismo uniformista), que ha establecido dictaduras y políticas autoritarias proclives a los intereses de las clases dominantes; y la España “progresista”, vinculada a valores más liberales, más laica, y más proclive al republicanismo y a los intereses de las clases populares. En esta segunda visión se incluirían, se dice, los valores, intereses e identidades de las naciones minoritarias del Estado.
Sin embargo, este estereotipo de ambas Españas dificulta los análisis de los conflictos históricos y, sobre todo, de los conflictos actuales. Si bien se han dado acuerdos entre los nacionalismos minoritarios y sectores liberales y de la izquierda española (Guerra Civil, dos repúblicas, oposición a ambas dictaduras, algunos pactos parlamentarios), de hecho buena parte de los sectores “progresistas” españoles han defendido y defienden un nacionalismo uniformizador de carácter jacobino que, en términos nacionales, les lleva a aliarse con la España conservadora frente a la “tercera España”, la de unas naciones minoritarias que el Estado nunca ha reconocido ni acomodado políticamente. Ser progresista en algunos ámbitos (derechos sociales, feminismo) no implica serlo en otros (derechos nacionales, lingüísticos). La segunda España es una España bisagra. Pacta con la primera o la tercera según interese.
A pesar de los gradientes de identidades que siempre se dan en sociedades plurinacionales, es fácil comprobar cómo buena parte de los ciudadanos de las dos primeras Españas y los de la tercera viven a menudo en distintos mundos mentales. Hay dos tipos de divergencia. Por un lado, se produce un contraste de identidades nacionales que responde a lo que en teoría política se conoce como “diversidad profunda” (Walzer, Taylor). Se trata de un tipo de diversidad con raíces más robustas que las que muestran las diferencias de clase o de carácter más ideológico (derecha-izquierda, religioso-laico, feminismo, ecología).
Por otra parte, se constata que se emplean las mismas palabras legitimadoras (libertad, igualdad, pluralismo, democracia, derechos, nación, reconocimiento, etc.), pero con significados diferentes (¿derechos colectivos?; ¿igualdad, de qué?; ¿qué nación?). Unas diferencias que, como muestra la política comparada de las democracias plurinacionales, hace que un consenso sobre las reglas del juego pueda alcanzarse más en términos pragmáticos que en términos morales.
Sabemos que todos los estados son nacionalistas. No hay ni una sola excepción en el mundo. Y también sabemos que, en la práctica, todo el mundo muestra y defiende identidades nacionales. He conocido a personas de los ámbitos político y académico que afirman que ellos “no son nacionalistas” –nacionalistas siempre lo son los demás–, pero no he conocido prácticamente a nadie que realmente no lo fuera cuando se cuestiona su identidad nacional en términos históricos, institucionales, simbólicos, culturales, lingüísticos, de contexto internacional, en los deportes, etc. Resulta claro que los ciudadanos de los nacionalismos hegemónicos de Estado lo tienen más fácil para aparentar, para hacer ver, que son unos “cosmopolitas” maravillosos que piensan siempre en términos morales “universalistas”, haciendo abstracción de los inevitables particularismos nacionales, históricos y lingüísticos que los caracterizan y distinguen de los demás.
El problema político de fondo no es España; es el Estado español (la organización territorial y la cultura política y jurídica de las principales instituciones y actores políticos). Tal y como he dicho en otras ocasiones, existen soluciones técnicas e institucionales en la política comparada de las democracias plurinacionales para establecer un reconocimiento y una acomodación estable del pluralismo de sociedades que son nacionalmente plurales. Sin embargo, en la práctica, la cultura política y jurídica española presente en partidos e instituciones convierte en quiméricas estas soluciones democráticas (autodeterminación-secesión, sistemas confederales, sistemas federales asimétricos-consociacionales) (1). El resto de modelos son una pérdida de energías y de tiempo, puesto que no solucionan el reconocimiento y la acomodación del pluralismo nacional.
Estos dos últimos objetivos resultan empíricamente imposibles en el caso español. Cuando se plantean pacíficamente, incluso fallan los dos principales pilares del estado de derecho: la regulación práctica de los derechos individuales y colectivos, y una separación de poderes con un poder judicial imparcial. Algo muy preocupante en términos liberaldemocráticos.
Último ejemplo: la reforma del Código Penal. Los magistrados del Tribunal Supremo (TS) han mostrado que las palabras de la ley sobre la malversación (afán de lucro) no valen nada. Lo que vale es lo que ellos piensan que le conviene al Estado y a su identidad nacional. Han decidido lo que les ha dado la gana. En alguna ocasión he mencionado la obra de Carl Schmitt ‘Defensa de la Constitución’, escrita en el período de entreguerras. Pese al título, lo que el jurista más destacado del nazismo defiende no es la Constitución, sino el Estado, es decir, Alemania. La nación por encima de la legalidad. El nacionalismo de estado se entiende aquí como jerárquicamente superior a los derechos, libertades y principios organizativos de la democracia. Pues bien, buena parte de los magistrados de la cúpula judicial española actúan como peones de infantería schmittianos: parten de un nacionalismo de estado predemocrático, entendido como valor superior a los del liberalismo y la democracia. Ésta es la perspectiva reaccionaria defendida por la España conservadora y, muy a menudo, también por la España pretendidamente progresista.
Para ser una democracia plena habría que abordar al menos dos aspectos: las cloacas del Estado y la cúpula judicial (TS, Audiencia Nacional, CGPJ, Tribunal de Cuentas), que necesita una profunda reforma. Mientras no se haga, el Estado español será un degradado espejismo de democracia liberal.
ARA