Las tijeras podadoras

Hace unos días, cuando Basilio Baltasar me presentó a Carlos Fuentes en la entrega del premio Formentor de las Letras y dijo que tanto yo como él –mallorquín– estábamos exiliados en Madrid, recordé una frase que me soltó Vázquez Montalbán en el Cock una larga noche de palabras y copas. El Cock es una coctelería de la calle de la Reina, detrás de Chicote, que antaño fue burdel y en los noventa era un lugar suficientemente decadente y confortable para acoger a la posmovida. Muchos escritores, periodistas y sagaces bufones, además de algún borracho, se reunían allí, donde la iluminación y el volumen de la música aún permitían conversar. Aquella noche, Montalbán estaba sentado en la mesa que siempre reservaba Pachi, la dueña del local, junto a Maruja Torres, de quien siempre recordaré su simpatía con aquella joven que entonces colaboraba en su mismo periódico, El País. Por azarosas circunstancias acabé trabajando en Madrid, y al principio empecé a extrañar teatralmente mi tierra. “¿Exiliada? –me replicó Manolo–, tú eres una exiliada económica”, y yo, con una risa embarazosa, agaché la cabeza. Menos mal que horas más tarde añadió que mi palidez le recordaba a la de Catherine Deneuve en no sé qué película, y, pese a no creérmelo, me sentí perdonada.

El escritor había reflexionado sobre el hecho diferencial catalán en La aznaridad, del que yo había anotado esta frase: “Cuando en buena parte de las Españas oyen hablar en catalán, gallego o euskera les suena a frotamiento de hojas de tijera podadera empeñada en la castración del pene lingüístico de la patria”. La metáfora fálica es certera. La lengua nos conecta con las tripas y el corazón, con la vieja memoria de donde venimos. La unidad lingüística es una falsa percepción de la realidad española, tan falsa como cuestionar que cerca de 500 millones de personas en el mundo hablan castellano. Aunque los primeros que utilizaron los conceptos de “nación” y “patria” fueron los poetas, ávidos de exaltar una identidad romántica, a los políticos siempre les ha gustado la filología. Y eso ha creado problemas. Una lengua perseguida nunca se cura del rencor si continúa siendo utilizada como el ogro peludo y se politiza. El asunto de la inmersión lingüística necesita perspectiva para entenderse, además de dejar enfriar sus hogueras y argumentar con resultados.

Mi primera militancia no fue de género sino lingüística. La resaca del franquismo había movilizado a los jóvenes nacidos entre los 60 y 70, de forma especial en Catalunya, donde nos rebelábamos contra la mordaza que, entre otros yugos, había censurado nuestro idioma. La lengua era la primera condición legítima para rubricar mi identidad. Cambiarme el nombre en el carnet, dejar de ser aquella Juana a quien desconocía y llamarme oficialmente por mi verdadero nombre, constituyó un primer signo de autoafirmación. Fue natural, pues, que estudiara Filología catalana porque la hispánica parecía una traición que moralmente no podía cometer. Con la democracia más rodada todo se normalizó, empezando por el catalán y siguiendo por el castellano, idioma que aprendí a querer sin complejos.

El modelo catalán de inmersión funciona: ha sido alabado por la Unesco, refrendado por el director de la RAE, José Manuel Blecua, y ejemplo para otros territorios bilingües. La mayoría de los catalanes, según las encuestas, simultanea ambos idiomas sin asomo de resentimiento. Mi abuela, hace años, lo resumió con lucidez cuando sus nueras –andaluzas y gallega– se lamentaban de que les hablara tanto en catalán. Ella, a modo de disculpa, les decía: “Si me encanta el castellano, pero es que, hija mía, yo sueño en catalán”.

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