Ya se trate de falsas repúblicas, teocracias petroleras o monarquías seudoparlamentarias y con independencia del perfil social y económico de las distintas poblaciones, todos las países del mundo árabe comparten -o compartían antes del 14 de enero- un rasgo común: están todos ellos sometidos a dictaduras feroces gestionadas por oligarquías diminutas que reproducen su poder a través de prácticas mafiosas y represión policial, inductoras en la mayoría de los casos de unos niveles de miseria material y vital ignominiosos. Todos estos gobiernos eran y son aliados de occidente y de sus diversificados intereses en la zona: gas, petróleo, política migratoria, sostenimiento de Israel. Ninguno de ellos constituía un obstáculo en el camino del control imperialista de la región, como lo demuestran las muchas vacilaciones de EEUU y la UE antes de abandonar a Ben Ali en Túnez y a Hosni Moubarak en Egipto. O como lo prueba también el apoyo incondicional a la familia Khalifa en Bahrein, al presidente Saleh en Yemen, al rey Abdalah en Jordania o a Mohamed VI y a Buteflika en Marruecos y Argelia, países éstos últimos donde las protestas han sido reprimidas en embrión ante el silencio generalizado de medios y gobiernos occidentales. Por no hablar, claro, de Arabia Saudí, propiedad de la familia Saud, cuyos soldados están en Bahrein para reprimir las justas demandas de los bahreiníes antes de que lleguen hasta las puertas de su palacio y pongan en peligro las fuentes petrolíferas fundamentales de los EEUU.
El caso de Libia no es una excepción, aunque sin duda complica mucho el asunto y emborrona los análisis, sobre todo en el campo de las izquierdas anti-imperialistas. Gadafi es un dictador no menos siniestro que sus colegas y su pueblo no tiene menos razones para contestar su poder. El 17 de febrero, cuando se produce la matanza de Bengasi, el régimen libio no constituía ninguna amenaza para el imperialismo sino que, al contrario, fungía como un complaciente aliado en la así llamada “guerra contra el terrorismo”, en el “genocidio estructural” -digamos con Hinkelammert- de las políticas migratorias europeas y en el abastecimiento de petróleo y gas a Europa y EEUU a través de contratos millonarios con ENI, Shell, BP o Repsol. Hace años que los occidentales le habían perdonado todas sus extravagancias y crímenes; había sido recibido por Sarkozy, abrazado por Berlusconi, agasajado por Zapatero y elogiado por Condoleeza Rice. Livingstone y Monitors, dos empresas de relaciones públicas estadounidenses, se encargaban de cabildear en su favor para mejorar su imagen en los EEUU. En enero de 2011, por otra parte, apenas un mes antes de la rebelión popular, el Fondo Monetario Internacional, a través de su presidente Dominique Strauss-Kahn, había felicitado a Gadafi y su gobierno por las reformas económicas emprendidas en los últimos años en su país.
¿Por qué intervenir, pues, contra un amigo? ¿Por qué los ataques de la OTAN? ¿No hay ninguna diferencia entre Túnez y Libia? Sí, la hay, pero nada tiene que ver con su composición tribal o con la presencia de Al-Qaida o con la bonanza de su renta per capita. La diferencia es el petróleo. Libia tiene petróleo y Túnez no. Y en un momento de grave crisis energética internacional, agravada por el desastre nuclear japonés, es absolutamente necesario asegurar el acceso al combustible libio.
¿Pero no era ya “nuestro”? ¿No estaba en manos de las compañías internacionales? Así es, y por ello hay que reconocer que la revuelta iniciada el 14 de febrero, en la estela de las de Túnez y Egipto, hizo tan poca gracia a Gadafi como a Francia, Inglaterra, EEUU, Italia o España. Hasta el 25 de febrero los gobiernos occidentales fueron tan ambiguos en su condena de la represión que algunos medios de izquierdas señalaban la hipocresía que representaba “alimentar en Irán protestas que se deslegitiman en Libia y Bahrein”. Berlusconi, por su parte, defendió sin ambigüedad ninguna a su amigo Gadafi, al que le unen tantas cosas. Pero como era difícil sostener públicamente a un dictador tras las revoluciones de Túnez y Egipto y como, por otra parte, los revolucionarios libios avanzaban implacablemente hacia Trípoli -y todo parecía indicar una inminente derrota del régimen- las potencias occidentales se inclinaron, como no podía ser de otro modo, por los virtuales vencedores. Cuando la entrada de armamento argelino y sirio y el reclutamiento de mercenarios volteó inesperadamente la situación militar sobre el terreno, era ya demasiado tarde para cambiar de bando. Había que derrocar a Gadafi por cualquier medio y de manera urgente, pues estaba a punto de asediar y expugnar Bengasi, último refugio de los rebeldes. La campaña de la OTAN, naturalmente, fue preparada y acompañada de una demonización mediática del ex-amigo libio, demonización que, no por ajustarse bastante fielmente a la realidad, resulta menos ignominiosa y deshonesta teniendo en cuenta el objetivo que perseguía.
El problema es que una parte de la izquierda anti-imperialista, e incluso algunos de los gobiernos latinoamericanos a los que habría que haber pedido más sensibilidad frente a una revuelta popular de estas características, han interpretado la intervención y la demonización mediática como criterio infalible para deducir en el espejo, por pura inversión de la fantasía, una realidad muy escurridiza. En lugar de denunciar la intervención militar como una improvisación criminal, fuente de muchas diferencias entre los propios agresores, han extraído conclusiones mecánicas, propias del marco superado de la guerra fría, que obligan a reproducir los mismos dobles raseros y las mismas manipulaciones que reprochamos al enemigo. Si hay intervención -dicen- es que la revuelta no era ni legítima ni justa ni espontánea ni popular; contra todas las evidencias y despreciando el sacrificio de cientos de jóvenes, se decide arbitrariamente, sin mucho conocimiento de la zona, que los pueblos egipcio y tunecino (y quizás el yemení y bahreiní y marroquí) sí tienen derecho a rebelarse, pero el pueblo libio no. Como consecuencia necesaria de este paralogismo mecánico, y frente a la demonización mediática del dictador libio, se llega a la conclusión absurda de que Gadafi es en realidad socialista, anti-imperialista y democrático, un ejemplar líder tercermundista que ha salvado a su pueblo de la pobreza y la superstición, convirtiéndose en un obstáculo para las potencias coloniales. Pero esta contrademonización exige mentir tanto o más, y manipular no menos, que los medios que han preparado la agresión y que tan justamente denunciamos por sus tropelías discursivas. Para oponernos con razón a la intervención de la OTAN, hemos cometido a menudo la doble injusticia de despreciar a un pueblo y de ensalzar a un dictador. Exactamente como han hecho siempre y siguen haciendo los imperialistas y sus medios de comunicación.
La Gran Revuelta Arabe ha puesto y pone sobre todo en dificultades a los imperialistas, cuyos gobiernos amigos en la zona se ven amenazados por las revueltas populares. Todos los dictadores, he dicho, eran aliados suyos. No es verdad. Hay una excepción: Bachar Al-Asad en Siria. El único obstáculo para los planes de la UE, EEUU e Israel en el Magreb y en el Próximo Oriente, era el régimen sirio, del que en cualquier caso pueden decirse las mismas cosas que de todos los demás: ha asfixiado la vida política, social y económica de su población, sobre todo de los más jóvenes. Las revueltas, que comenzaron el 15 de marzo y que han matado ya a al menos 56 personas, son tan legítimas como en cualquier otro país de la región, pero en este caso, al contrario de lo que ocurre con Libia y Gadafi, sí pueden amenazar el delicadísimo equilibrio de Oriente Próximo. Aliado de Irán y de Hizbulah en el Líbano y enemigo por tanto de Israel, son muchas las fuerzas interesadas en desestabilizar y derribar el régimen sirio. ¿Debemos por ello convertir a Al-Assad en un “socialista”, un “humanista” y “un líder revolucionario”? La vieja política de bloques no funciona. Este inesperado impulso democrático del mundo árabe nos ha puesto a todos en aprietos, pero en principio eran los imperialistas los que más tenían que perder. Curiosamente, una parte de la izquierda, la más influyente y poderosa, les ha dejado el camino libre: en lugar de apoyar con su autoridad y prestigio las revueltas populares árabes, se ha dedicado a defender a sus dos tiranos, Gadafi y Al-Assad, mientras la UE y los EEUU abandonaban sabiamente a los suyos para tratar de infiltrar y gestionar los procesos post-revolucionarios en Egipto y Túnez, adueñarse militarmente de la rebelión en Libia y maniobrar selectivamente en Argelia, Marruecos, Jordania, Yemen y Bahrein a fin de amortiguar lo más posible los daños.