Las naciones desaparecidas, la capacidad de aguantar

La conmemoración ayer del Veinticinco de Abril ha hecho que recibiera una correspondencia extra, por el comentario final de mi editorial. Ayer hacía más de trescientos años que las tropas borbónicas entraban en nuestro país y ponían fin, con el uso de la fuerza, a nuestros estados independientes, concretamente, y en 1707 al Reino de Valencia. Y con ello empezaba una larga ocupación, de la que todavía no nos hemos deshecho. Pero al mismo tiempo, como un suscriptor de Alcoi me recordó ayer en un fantástico correo, comenzaba también la larga resistencia. Y si la ocupación no es cosa de ser celebrada, la resistencia, la capacidad de aguantar el paso de los siglos, sí merece una celebración, un recuerdo, una toma de conciencia.

En la concepción moderna de las palabras, las naciones, y más en concreto las naciones-estado, son un fenómeno posterior a la batalla de Almansa, y por eso yo no soy muy partidario de remontarme tan lejos para justificar lo que somos. Antes de la Revolución Francesa existía la identidad –esto es obvio– y existían los estados más o menos feudales que organizaban la vida de la gente –hay que decir que los estados catalanes, entre los más modernos y “nacionales” de toda Europa. Pero es complicado comparar unas cosas con otras.

Ahora, echando un vistazo al mapa, es una evidencia indiscutible que muchas otras naciones o identidades nacionales –o estados– que existían hace trescientos años, hace doscientos, hace cien o hace cuatro días, hoy ya no existen. Y esto pone de relieve, por tanto, que la resistencia nacional de los nuestros, de este pueblo, es significativa y bastante singular.

Hay naciones, con lenguas y culturas, prácticamente desaparecidas. El último hablante del dálmata, una lengua que desde el Adriático tenía un eco poderoso por la actividad de sus comerciantes, murió en 1898. El último hablante del livonio, en el Báltico, se fue al otro mundo en 2009. Y todos sabemos qué dificultades pasan naciones históricamente tan potentes como nuestra vecina occitana.

Ni siquiera tener un Estado y tener un Estado poderoso y tener un Estado reconocido te salva del peligro de morir. Pongamos por caso, y lo tenemos muy cerca, el Reino de las Dos Sicilias, que existió entre 1816 y 1860. Ha quedado una vaga imagen en el meridionalismo italiano, pero poco más. Y eso que con casi nueve millones de habitantes era una de las grandes potencias mediterráneas. O pongamos por caso Prusia, la gran Prusia que hoy no podemos asimilar, así como así, a Alemania, como algunos quieren. O miremos al Estado Libre de Orange, ferozmente racista y por tanto felizmente desaparecido, pero que tuvo un papel determinante en el cono sur de África mientras era independiente, entre 1854 y 1902.

De hecho, cuanto más nos acerquemos a la actualidad más casos encontramos. Biafra conmovió al mundo en los años sesenta del siglo XX y por desgracia hoy prácticamente es una nota a pie de página en los libros de historia. Las Molucas del Sur, la propia Trieste soberana, Tánger, Yugoslavia, la Unión Soviética, la Tripolitana, Carelia o los solemnes imperios otomano y austro-húngaro fueron cosas realmente importantes, artefactos notables de la política internacional. Y, sin embargo, viven ahora sólo en el recuerdo o en la nostalgia de alguien. Si Putin hubiera ganado hace un año la “operación especial”, hoy Ucrania no existiría ni como nación ni como Estado, pues los rusos sostienen que es una invención.

Las naciones también pueden morir, por tanto. Y, por tanto, tal y como me comentaba el amable suscriptor al que hago referencia al principio de este artículo, si constatamos que esto es así tenemos razones para celebrar la capacidad de resistir de la nación catalana. De resistirlo todo y seguir adelante.

Estoy seguro de que hay quien dirá que celebrar que no estamos muertos es conformarse con muy poco y caer muy abajo. Creo que en este editorial cada día celebro que estamos vivos y, por tanto, no creo que sea tan malo ni dramático, por un día, por un solo día, constatar que, efectivamente, no nos han podido matar por más que lo han intentado.

Y también estoy cierto de que los más pesimistas argumentarán que estos trescientos años no han sido tan malos como mala es la situación actual. Y que ahora sí que se avecina el fin de la nación. Bien, cada uno tiene el derecho de gestionar su miedo como quiera. Pero, de mi punto de vista, existe un puñado notable de momentos más delicados que el actual, más peligrosos y difíciles. Quizá sea porque hace años que estoy acostumbrado a leer réquiems ilustres por la lengua y la nación, gente que nos canta los responsos con una seguridad inmensa que nunca acaba de triunfar. Y ya sé y reconozco que la bilingüización nos sitúa en una situación incómoda y difícil. Pero recuperar la lengua es fácil cuando tienes poder y la voluntad de ejercerlo. Y esa es la clave de todo: ejercer el poder.

En definitiva, porque es el poder, nada más que el poder, lo que hace nacer y hace morir a las naciones y los estados. El poder de aquellos que te quisieran muerto –quienes entraron por Almansa hace trescientos años, en nuestro caso–, pero también el poder propio, aquel que resiste y hace posible el paso de las generaciones, desde las mitológicas y remotas partidas de Maulets fieles al archiduque Carlos a los chavales de Urquinaona, contemporáneos nuestros. La nación, Renan –que no es un autor que me entusiasme– escribía que “una nación es un plebiscito de todos los días”. Y una batalla de poderes a través de los siglos, añadiría yo hoy. ¡Eh!, si me dan permiso.

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