Casi doscientos años, de principios del siglo XVII a finales del XVIII, duraron las reducciones, la obra más famosa de los jesuitas en el corazón de Sudamérica
Hacia 1610, cuando los jesuitas iniciaron su tarea en lo que hoy es Paraguay, entonces posesión del Imperio español, la monarquía hispánica empezaba a desconfiar de las encomiendas, el sistema que había impuesto unos años antes para cuidar y evangelizar a los nativos del país.
Estos indígenas americanos, los “indios”, habían sido encomendados a los españoles que, con ánimo de conquista, habían llegado poco tiempo antes al continente recién descubierto. El rey, para premiar a aquellos aventureros, les concedía el dominio de tierras y la posesión de indios vinculados a ellas. Los privilegiados podían utilizarlos como sirvientes y trabajadores manuales en sus haciendas, pero debían proteger sus vidas, así como su formación moral, y bautizarlos lo más pronto posible.
El sistema de las encomiendas mostró enseguida sus debilidades. La mayoría de los colonizadores seglares apenas se interesaba por la vida y la educación de los indígenas, que acababan esclavizados. En realidad, aunque estos disponían de la protección teórica de las generosas “leyes de Indias”, en la práctica no tenían libertad ni derecho alguno.
El fracaso evidente del sistema, criticado con energía por escritores como fray Bartolomé de las Casas, produjo un cambio de actitud en las autoridades de la metrópoli, especialmente en la corte y en el Consejo de Indias. En lugar de fomentar el reclutamiento de indígenas por parte de seglares, los gobernantes hispanos ayudaron a las órdenes religiosas que se habían trasladado a América con objetivos misionales. Estas intentaban “reducir” y convertir al cristianismo a los indios dispersos, muchas veces nómadas y casi salvajes, reuniéndolos en colectividades urbanas, las llamadas “reducciones”.
Los misioneros pretendían que aquellos indios aprendiesen a vivir sin problemas en el seno de comunidades pacíficas, independientes de cualquier poder político constituido y con una autonomía económica que les permitiese sobrevivir sin ayuda exterior. Los habitantes de estas reducciones se dedicaban a un trabajo físico y productivo, por ejemplo el cultivo del mate, la molienda de la mandioca o la obtención de azúcar de caña. Los misioneros controlaban estas labores y velaban por la seguridad de unos nativos alejados de su entorno natural.
Los primeros religiosos en crear reducciones en América fueron los franciscanos. También los dominicos, los agustinos y los mercedarios abrieron misiones en Sudamérica. Pero fueron los jesuitas los que destinaron más esfuerzo a aquel objetivo y los que tuvieron un éxito más espectacular y duradero.
Las reducciones del Paraguay han pasado a la historia como un ejemplo casi único de utopía llevada a la práctica, una muestra, según parece, de sociedad libre, democrática y pacífica. La aventura se llevó a cabo sin muchas dificultades. El propio Voltaire, tan poco amigo de los jesuitas, lo reconoció así en su obra Ensayo sobre las costumbres. Escribió que eran “un gran triunfo de la humanidad”, y lo hizo en el siglo XVIII, cuando las reducciones todavía existían y podían ser visitadas.
Un rápido desarrollo
El primer padre provincial de aquellas tierras fue el jesuita Diego de Torres, que había llegado de España con algo más de cuarenta compañeros al comenzar el siglo XVII. El aristócrata español Hernandarias de Saavedra gobernaba entonces las tierras que se extienden a ambos lados de los ríos Uruguay y Paraná (correspondientes al actual Paraguay, al Brasil meridional y al norte de Argentina), y allí se instalaron los religiosos.
De acuerdo con el virrey del Perú, máxima autoridad en aquella zona, el gobernador deseaba favorecer la labor de los misioneros para eliminar las nocivas encomiendas. Fue por ello que concertó un pacto con el padre Torres: los jesuitas agruparían en poblados y adoctrinarían y bautizarían a todos los indios nómadas dispersos por esta región, en especial a los guaraníes, pero también a los itatines, tupíes y otros grupos étnicos menos numerosos.
Los poblados se organizarían como sociedades que podrían calificarse de democráticas, con unas autoridades civiles escogidas de entre su misma población. Todas ellas ejercían su mandato durante doce meses bajo la discreta tutela de los fundadores de la misión. Las reducciones se constituyeron muy pronto con el interés de todos los participantes. No resultó excesivamente difícil atraer a unos habitantes que veían una rápida mejora en su situación material.
Al principio, los misioneros procuraban respetar las costumbres de los indígenas, y eran especialmente respetuosos con su lenguaje hablado. Las normas de la civilización europea no fueron introducidas hasta mucho tiempo después, intentando que no provocaran rechazo. Ya avanzada la historia de las reducciones, el español fue enseñado y practicado entre los indígenas.
Se ha dicho que un espectador imparcial presente en aquel lugar habría tenido la impresión de hallarse en un mundo sin problemas. Pero existían las amenazas externas.
El padre Ruiz Montoya habla de “mamelucos” para referirse a los colonizadores portugueses y a ciertos mestizos del vecino Brasil, que, especialmente desde la ciudad de São Paulo, organizaban expediciones de rapiña (llamadas entonces “malocas”) a las tierras occidentales para obtener riquezas y hombres y mujeres jóvenes que pudieran ser vendidos como esclavos a los traficantes europeos.
Los habitantes de las reducciones no tenían armas para defenderse y sucumbían fácilmente a los arcabuces y la ferocidad de los paulistas. Muchos jesuitas, a pesar del carácter combativo de su orden, repetían la consigna del santo Thomas Becket: “La Iglesia no ha de ser defendida como una fortaleza”. De ese espíritu pacifista se aprovechaban numerosos mercenarios violentos y comerciantes sin escrúpulos.
Lo único que hicieron algunos padres a la cabeza de estas reducciones amenazadas fue cambiar su localización, trasladándolas a zonas más cercanas a las guarniciones españolas, a las que en caso necesario podían pedir ayuda para defenderlas de los portugueses.
En 1642 la situación cambió. Ruiz Montoya, trasladado a España, obtuvo permiso de sus superiores para comprar armas de fuego y suministrarlas a los indios de las reducciones, a quienes inmediatamente se enseñó su uso. Los pacíficos guaraníes sorprendieron a los misioneros al demostrar que, con un arcabuz en la mano, eran capaces de defender con éxito su vida, su familia y su casa. Las malocas dejaron de ser una amenaza.
Caen los jesuitas
Transcurrieron bastantes años sin más problemas que los que suscitaban a veces las propias autoridades civiles, que envidiaban el poder político y la influencia de los jesuitas en toda la región. Recelaban de la independencia y prosperidad de las reducciones, puesto que acabaron siendo como un estado (teocrático, pero libre) dentro de otro estado (el monárquico español).
La amenaza más seria llegó ya muy entrado el siglo XVIII. Se produjo como consecuencia de la campaña contra los jesuitas organizada por la Ilustración europea y el despotismo ilustrado, encarnado en este caso por los Borbones, dinastía poderosa en Francia, en España y en varios estados de la península italiana.
Políticos e intelectuales prestigiosos como el portugués Pombal, el francés Choiseul, el italiano Tanucci, ministro en Nápoles, o los españoles Floridablanca, Campomanes y Aranda no cejaron hasta conseguir los decretos de expulsión de los jesuitas en sus respectivos países y, finalmente, la extinción de la orden por parte del papa Clemente XIV en 1773.
La marcha obligada de los jesuitas de las misiones del Paraguay tuvo lugar un año después de su expulsión de la España peninsular, decretada por el rey Carlos III en 1767. La ruina de las reducciones fue inmediata. Su administración se encargó a un gobernador civil y a unos clérigos o religiosos sin experiencia.
Los indígenas, desprovistos de la ayuda y el consejo a los que estaban acostumbrados, abandonaron en masa la mayor parte de las reducciones. Algunos volvieron al campo abierto, a los bosques y a la vida salvaje. Otros, los más preparados, fueron a ejercer un oficio artesano a las grandes ciudades próximas, Asunción, Río de Janeiro, Montevideo o Buenos Aires.
En ocho años desaparecieron más de la mitad de las reducciones. Al finalizar el siglo, apenas quedaban, pobres y casi vacías, unas seis o siete cerca de Asunción.
Rescate imposible
La restauración de la Compañía de Jesús en 1814 no representó la recuperación de las reducciones. La situación política había cambiado: las antiguas colonias hispánicas, y entre ellas Paraguay, ya luchaban por su independencia. Por otra parte, las misiones de este tipo habían perdido para la Iglesia católica la urgencia que tenían al principio. Su historia, de más de un siglo y medio de duración, se daba por concluida.
Podían considerarse como aquel “gran triunfo de la humanidad” que clamaba Voltaire, tal vez como el primer intento de alcanzar una utopía extraordinaria. Pero para los enemigos de la Compañía de Jesús fueron también una obra ambiciosa, más preocupada por la obtención de riquezas materiales y el prestigio de la orden que por el desarrollo de una civilización efectiva que pudiera influir en el progreso y la estabilidad de los pueblos indígenas una vez lograda su autonomía.
¿Cómo eran las misiones?
Primero se levantaba una iglesia; a un lado, la casa de los padres; y delante de ella una gran plaza con una cruz o con la imagen de un patrón en el centro.
En uno de sus flancos se construía un edificio que sería la escuela y talleres en que los jóvenes recibirían instrucción en artes y oficios. Al otro lado se erigía la hospedería para huéspedes y peregrinos. Y casi nunca faltaba un recinto como enfermería u hospicio.
Alrededor de la plaza, en calles rectas, se levantaban las casas de las familias, con un jardín o huerto trasero y unos pocos animales domésticos reservados al consumo particular.
Lo más importante de la reducción era el tupambaé, la tierra de todos, que abarcaba una enorme extensión. En él debían trabajar los adultos de la reducción unos días determinados de la semana. Lo obtenido se repartía equitativamente entre los trabajadores cuando lo necesitaban. El sobrante podía exportarse a otras reducciones o a pueblos para obtener recursos con que comprar materias primas, materiales de construcción o reparación, telas o nuevas semillas.
LA VANGUARDIA