Dábamos por muertas y enterradas a las masas, pero han vuelto. A comienzos del siglo XX eran manipuladas a través de determinados diarios infectos, como el panfleto antisemita ‘Der Stürmer’, que dirigió el nazi Julius Streicher. Hoy la masa es alienada en las redes con menos esfuerzos argumentales: con una imagen descontextualizada ya tienen bastante. Un buen día se indignan contra los inmigrantes sin papeles y al cabo de una semana, después de haber visto una foto conmovedora en Twitter o Instagram, defienden que no haya ninguna restricción para su entrada en Europa. Si se ha producido algún crimen abominable defienden la pena de muerte, pero si a los tres cuartos de hora se enteran de que se condenó alguien por error, reclaman su abolición inmediata. No se necesitan argumentos: una imagen retocada y emocionalmente homologable vale más que mil palabras. Tampoco se necesitan pruebas contrastadas, ni aclaraciones, ni testigos, ni cualquier otro tipo de mediación racional entre lo que ha pasado y lo que simplemente suponemos que ha pasado. El mundo se divide entre el ‘I like’ y el odio furibundo. El mundo es de color blanco o bien de color negro; los matices de gris pertenecen a los indecisos o incluso a los traidores. Conmigo o contra mí. El mundo es tan sencillo y a la vez tan confuso como estos programas de Telecinco donde la gente grita todo el tiempo sin saber muy bien por qué. El mundo es, en definitiva, la pantallita narcótica del móvil. El resto no existe.
La semana pasada, a lo largo de unas horas, las masas se hicieron revisionistas, seguramente sin ni siquiera saber qué significaba este término. Pintaron estatuas, cuestionaron personajes históricos, pontificaron sobre Occidente como quien canta en la ducha, sabiendo que puedes desafinar porque nadie sabrá quién eres. En Miami, alguien pintó de rojo la estatua de Colón y dibujó en la peana una hoz y un martillo, supongo que para conmemorar la desenfadada bondad de grandes defensores de las libertades democráticas como Stalin, Pol Pot o Kim Jong Un. Luego le tocó a Churchill, y supongo que un día de estos se abalanzarán sobre Pinocho, que estaba hecho de una madera demasiado blanca y, además, en vez de nariz tenía un estereotipo falocrático y heteropatriarcal que, cuando mentía, le hacía asumir sumisamente la culpa derivada de la tradición judeocristiana. Si se trata de eso, permítanme aportar una idea.
Bartolomé de Las Casas, uno de los grandes referentes de la izquierda indigenista latinoamericana, fue la primera persona que propuso (con éxito) la importación de esclavos de raza negra en el Nuevo Mundo a donde llegó en 1502. A partir de 1514 inició una infatigable defensa de los indios contra los abusos de los encomenderos, que eran los colonizadores que tenían asignados grupos de indios en régimen de verdadera esclavitud, aunque legalmente eran libres. Las Casas propuso la primera importación de esclavos africanos, concretamente 4.000 personas. Argumentaba que, teniendo en cuenta tanto el testamento de Isabel la Católica de 1503 como las bulas alejandrinas promulgadas en Roma en 1493, los indígenas americanos eran súbditos de la Corona, no esclavos. Los negros comprados a los portugueses, en cambio, no tenían esta condición jurídica y, en consecuencia, podían servir para aliviar la vida de los indios. ¿Racismo? Este concepto es muy posterior; en su sentido moderno lo utilizó por primera vez François Bernier en 1684. Desde la perspectiva de su tiempo, la idea de Las Casas era perfectamente coherente, aunque hoy nos parezca un despropósito abominable. En el siglo XVI prevalecía aún la teoría aristotélica de los esclavos por naturaleza, descrita con toda claridad en el capítulo segundo del libro primero de la ‘Política’. La noción biológica de raza, la que conocemos hoy, simplemente no existía.
Esto de los 4000 esclavos negros, los primeros que llegaron a América, el lector lo encontrará, explicado en un tono algo compungido por el mismo Las Casas, en su ‘Historia de las Indias’, volumen III, cap. CII, pp. 177-178 en la edición de A. Millares publicada en México en 1951 por el Fondo de Cultura Económica, con un estudio preliminar de Lewis Hanke. Pues ale, vayamos a ello: a derribar estatuas de Bartolomé de Las Casas y, por el mismo precio, a quemar libros de Aristóteles. A diferencia de los actuales iconoclastas, que lo saben todo gracias al TikTok, yo todo esto me lo tuve que leer cuando acababa la tesis doctoral, casualmente el año del Quinto Centenario, en 1992. Pero admito que leer libros gruesos es algo del pasado. Como saben bien las masas revisionistas, ahora la sabiduría está en el TikTok o en el ForoCoches.
ARA