Joan Ramon Resina
En 1976, el profesor de economía de la Universidad de Berkeley Carlo M. Cipolla formuló las cinco leyes fundamentales de la estupidez. La publicación de aquel ensayo dio a conocer a Cipolla fuera del ámbito académico, tanto que se pregunta si el éxito de su definición de estupidez no se debe a la abundancia de personas a las que se podría aplicar. Porque a pesar del análisis categorial con el que Cipolla distribuía el género humano entre estúpidos e inteligentes, cada uno está convencido de que son los otros los que configuran la primera categoría, mientras que él o ella se adjudica la segunda. Este prejuicio casi universal contradice la primera ley de Cipolla: siempre, inevitablemente, la gente subestima el número de personas estúpidas en activo.
Seguramente por eso una frase tan estúpida como “¡es la economía, estúpido!” la han repetido hasta la náusea monos de repetición no especialmente inteligentes. Troquelada por los ‘spin-doctors’ de Bill Clinton, aquella tontería le sirvió al marido de Hillary para ganar las elecciones de 1993, no por el valor analítico de la frase ni porque George H.W. Bush fuera estúpido (como sí lo era, comprobadamente, su hijo, también presidente), sino porque proclamaba una obviedad. Estados Unidos estaba en recesión desde el final de la Guerra Fría y Clinton insinuaba a los crédulos, es decir, a los estúpidos de toda pasta y color, que él le pondría remedio. Lo hizo, de momento, con los tratados de libre comercio que aceleraron la globalización, impulsaron el consumo y pusieron fin a la estabilidad laboral de la mayoría de personas. Abaratando el consumo a base de exportar la producción en busca de costes laborales cada vez más bajos y de procurar refugios fiscales a los beneficios, el invento precarizó el trabajo y contuvo los salarios de la antigua clase media.
El desequilibrio, que empezó en los años ochenta y se había acelerado con la política del segundo Bush, estalló durante el mandato de Barack Obama. El presidente del “yes, we can” intentó contener la crisis rescatando a los bancos y a la industria del automóvil a costa de aumentar la deuda que cuelga como una roca del cuello de la clase media. Con el beneficio de compararse con sus antecesor y sucesor, Obama pasa por un presidente inteligente, pero en estos momentos todavía no admite el error de cálculo que cometió con Rusia durante su mandato. En la campaña electoral del 2012, cuando su contrincante, Mitt Romney, advirtió que Rusia era “sin duda nuestro enemigo geopolítico número 1”, Obama ironizó que ya hacía veinte años que la Guerra Fría se había acabado, como si en geopolítica los desplazamientos tectónicos fueran movimientos de corta duración.
Equivocarse no es un síntoma de estupidez, pero cebarse en el error sí que lo es. Y la semana pasada, en una conferencia en la Universidad de Chicago, cuando preguntaron a Obama si a la vista de lo que ahora sabemos habría procurado ser más firme ante Putin, el expresidente respondió: “No, porque eran otras circunstancias”. Lo argumentó diciendo que cuando Rusia se anexionó Crimea, en 2014, su gobierno ya respondió con fuerza. Se refería a unas sanciones calculadas por no irritar a Putin. Y justificó no haber enviado armas a Ucrania por no dar a Rusia ninguna excusa para ampliar la invasión. Tampoco reaccionó en 2015, cuando Rusia empezó a bombardear Siria para desbancar el régimen de Bashar el Asad. Entonces también hizo la vista gorda a la práctica de aniquilar civiles, que Putin ya había empleado en la segunda guerra de Chechenia y actualmente inflige en Ucrania.
Cometer errores no es necesariamente una señal de estupidez. Por el contrario, errar puede ser una manifestación de audacia intelectual y de ingenio. A pesar de la opinión de muchos bobos mentales, la inconsistencia no indica necedad. Como decía en el artículo del pasado 6 de marzo, “a mucha gente las crisis les sirven no para revisar los criterios mineralizados, sino para fosilizarlos aún más”. El estúpido se reconoce porque actúa con una consistencia ejemplar, empeñándose en tropezar con la misma piedra una y otra vez a fin de dejar constancia de su cretinismo enraizado.
La ley más célebre e importante de las cinco de Cipolla es la tercera. La que define al estúpido como aquel que perjudica a una persona o conjunto de personas sin ganar nada e incluso perdiendo algo. Cuando explico a mis estudiantes el maltrato de Cataluña por el Estado español con voluntad de debilitar su competitividad económica, no lo pueden entender. ¿Cómo se puede ser tan corto de piernas? Efectivamente, exprimiendo a los catalanes hasta la extenuación, España seca una de las principales fuentes de riqueza a cambio de incluirlos dentro de los límites de la mediocridad nacional. El ‘café para todos’ es el emblema de la igualdad que el PSOE impuso tan pronto como obtuvo el poder, con la excepción obligada de la villa y corte. La estupidez de esta política no podía encontrar ninguna mejor expresión que la del presidente extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra pidiendo a Jordi Pujol que no se apresurara tanto por desarrollar Catalunya a fin de que él, Ibarra, le pudiera seguir. De la incapacidad de equipararse por arriba, de fomentar la iniciativa y emular el esfuerzo, vino poner palos en las ruedas y romper piernas a diestro y siniestro.
Si el objetivo del Estado hubiese sido hacer de Cataluña una parte integral de España, la política inteligente habría sido la contraria. Invirtiendo en las infraestructuras de las que Cataluña adolece para mantener su potencial y estimulando la iniciativa que la caracteriza, España la habría hecho suya y se habría fortalecido como nación. Sin embargo, como declara la segunda ley de Cipolla, la estupidez es una variable independiente de otros atributos. Se puede ser rico y estúpido, poderoso y estúpido, influyente y estúpido. Se puede ser un Estado estúpido y al mismo tiempo miembro de una comunidad internacional. La estupidez es transversal. Y esto explica que los políticos españoles, suficientemente astutos en sus triquiñuelas, espanten indefectiblemente la pieza que quieren cazar. Ahora mismo, Javier Lambán, martillo de independentistas, esgrime España como un argumento contra Cataluña para presionar al Comité Olímpico Español en favor de Aragón. Este patriotismo no casa con la pretensión de españolizar Cataluña, pero Lambán, que difícilmente obtendría unos juegos olímpicos sin participación catalana, remacha la estupidez con la voluntad enfermiza de perjudicar a la “región” vecina con riesgo evidente de dañar la propia candidatura.
El mismo comportamiento infecta a las relaciones “intercatalanas” y explica la pasión “antiprincipatina” (1) de algunos valencianos y viceversa. La estupidez determina el deleite con los fracasos y miserias ajenas que los alemanes llaman “Schadenfreude” y en Cataluña hace estragos con la guerra abierta entre los partidos. Como había visto perfectamente el hábil Thomas Hobbes, donde falta el Estado triunfa el ‘homo homini lupus’. La guerra intracatalana, que nadie sabe detener y que cada propuesta de reagrupamiento y de nuevo partido no hace más que profundizar, tiene una causa visible en la buena fe de la gente sensata. La cuarta ley de Cipolla sostiene que las personas que no son estúpidas subestiman el daño que llegan a hacer los estúpidos y no tienen lo bastante en cuenta que, en todo lugar y circunstancia, tratar con gente estúpida tiene consecuencias nefastas.
Si algo prueba el actual desconcierto político y la concomitante erosión de libertades, cultura y bienestar, es la quinta y última ley de Cipolla, la que dice que el estúpido es la clase más peligrosa de individuo. Sólo los estúpidos pueden seguir dándole confianza una vez certificada su influencia letal. Si los no estúpidos no se rebelan ni cuando la farsa de los partidos autodefinidos independentistas ya salta a la vista del más miope, Cataluña entrará en una decadencia tan larga o más que la iniciada en el siglo XVI. Pero esta vez quizás ya no quede suficiente materia prima espiritual para poner en marcha otro renacimiento.
(1) Del ‘Principat’ (Principado) de Cataluña
https://www.vilaweb.cat/noticies/les-lleis-universals-de-lestupidesa/