Cuando Ratzinger perdió la diplomacia, la humildad evangélica, y el carisma…
Fue la Revolución Francesa la que puso los cimientos para la separación Iglesia Estado. Llegar a los actuales niveles de laicismo y libertad de conciencia ha sido un difícil peregrinaje. Nos sobran dedos en una mano para contar las décadas en que todavía la iglesia católica pautaba nuestras vidas. Nos movían a ritmo de calendario litúrgico, de campanarios y de confesonarios.
Hoy podemos mirar frente a frente a la institución y nos atrevemos a ventilar sus engaños y desvergüenzas.
Hoy, si no fuera por el sadismo que conllevan, nos mofamos del averno de Pedro Botero y de sus anatemas.
Hoy, incluso sin declararse agnóstico (personalmente, necesito más esfuerzo mental para negar la trascendencia que para afirmarla) por fin podemos poner en su sitio a la cúpula vaticana y a todo su chiringuito.
Pretenden perpetuarse en sus púlpitos y cátedras, pero su miscelánea ascética y mística, unas veces laberíntica, otras amenazadora e insultante, de día en día se esfuma en las solitarias bóvedas de sus templos.
Si esto fuera todo, carretera y manta, y vaya Ud. con Dios, a ver si encuentran otro menos dictador y más benévolo.
Pero se ve que el inveterado hábito de manejar durante siglos todo el cotarro les puede. Y van, la arman y despendolan todos los avisperos del Islam, como si estuvieran poco revueltos.
Pasaré por alto las ideas aberrantes que “Su Santidad” desgranó sobre la evolución. Tampoco es para escandalizarse si tomamos en consideración el grado evolutivo, al menos en el campo de las ideas, al que ha llegado cierta élite de purpurados, primados y cofradía opusdeística entre otros.
¿Ignorancia? Imposible. ¿Atolondramiento?, en Ratzinger impensable. ¿Poca diplomacia?, eso no cabe en alguien, pura carne de Vaticano. Entonces ¿qué?, ¿creerse en posesión de la verdad de las verdades? Eso sería, además de orgullo, provocación.
¡Que sea el Obispo de Roma, precisamente él, quien mencione la guerra Santa! Como tampoco tiene sentido que nadie, desde las filas de la Institución católica aluda, como sacudiéndose molestos pegotes, al fanatismo musulmán. Como dice Pedro Casaldáliga, “Así, las cosas no le van bien ni a Dios, ni al mundo”.
Desde Constantino, la iglesia ha promovido o se ha ensuciado en infinidad de guerras más que santas inconfesables: Cruzadas, guerras de religión, infames Inquisiciones, invasiones (Nabarra…), “fanáticas evangelizaciones” y auténticos genocidios (conquista de América), etc.
La lista del intervensionismo del Vaticano en el gobierno de los pueblos (¿quién lo ignora?) sería tan larga como su existencia.
La gravedad de la falta de tacto o de humildad del jefe de la iglesia es preocupante. Tan grave que ha implicado a creyentes, desencantados, agnósticos, cristianos y protestantes, es decir, a todo Occidente. Y, claro, llama a rebato a todas las fuerzas telúricas y luego detenlas con plegarias e hisopos. !Ya!
La versión que la peña de ulemas va a ofrecer a sus fieles es evidente: Benedicto XVI se ha alineado con la política criminal del demonio de Bush.
Se habla del dialogo de las religiones para caminar hacia la paz. Previo a este paso, cada confesión tendrá que establecer la paz en su propio seno y en sus respectivas sociedades. Difícil tarea si como en el caso de la conferencia episcopal española constituyen símbolos de crispación en su propio entorno. Como dice un principio de Lao-Tse, “que no pida fe a los otros quien no tiene fe en los demás”.
A cualquier institución religiosa se le exige un mensaje de mediación, una apuesta por la justicia, por los derechos humanos y por la distensión; mucho tienen que aprender los gerifaltes pontificios.
La Iglesia de Roma debe tener cosas más importantes que meter el dedo en el ojo del Islam. Le puedo indicar algunas: desmarque inmediato de las políticas del neocapitalismo; condena sin paliativos y menos connivencia con los señores de la guerra (sin más excusa que el dominio de las fuentes de energía); denuncia de las trasnacionales de las armas y de la explotación, ésas, las que expanden el hambre, el sida, los transgénicos…
Mientras tanto, monseñores, guarden silencio y oigan a la gente, no duden que la palabra de los pueblos ha de ser más decisiva e interesante que las suyas. Si no pueden controlar su verborragia y el frenesí del espíritu, hablen para pedir perdón y respeto a opiniones y opciones humanas. De paso, respeten mi atrevimiento y mis posibles errores de apreciación. Pax vobiscum.