La duración del Proceso coincide con la que los sociólogos atribuyen a una generación
Hoy parece que todo vaya de energías, estados de ánimo y ciclos de excitación y cansancio. Es cierta resignación irracionalista, incluso biologicista, como si hubiéramos aceptado que el contenido de las ideologías es secundario al deseo de cambio y que el único combustible de la historia es la sustitución de los viejos por los jóvenes. Y quizá sea lo más realista: cuando nos fijamos en los grandes proyectos políticos, todos acaban colapsando de una u otra manera, y lo único que permanece es el deseo de novedad. El caso de Biden–Trump–Harris es clarísimo: el electorado americano desea cambios respecto a Biden, aunque el presidente haya continuado las políticas de Trump en la inmigración y la guerra comercial con China, parecía que Biden estaba condenado más por viejo que por otra cosa hasta que, con el cambio por Harris, ahora quien pierde el brillo es Trump sin que, de nuevo, nadie piense en los programas. De fondo, en todo el mundo vemos que el neoliberalismo empieza a ceder a fuerzas al proteccionismo de muchos frentes, que el progresismo está fracasando frente a izquierdas cada vez más conservadoras con la inmigración, que el consenso contra el nazismo ya no se soporta en Alemania, etcétera.
El proceso no fue un proyecto, sino un deseo. Los proyectos políticos clásicos son positivos, funcionan con un diagnóstico claro de lo que no funciona en el orden que quieren tumbar, cómo debería ser el nuevo orden que se quiere establecer, y cuál es el camino para llegar al mismo. Y sobre todo, los proyectos tienen una conciencia de largo plazo y transmisión intergeneracional del esfuerzo por construir el nuevo mundo. Sin embargo, el deseo es principalmente negativo, un sentimiento de revuelta contra el orden decadente que hemos heredado y que queremos cambiar por la certeza intuitiva de que el nuevo será mejor que el viejo. A diferencia de los proyectos, los deseos de una generación son abandonados por la siguiente y, de hecho, la nueva generación critica sin piedad lo que ha hecho la anterior, siendo la prioridad hacer justamente lo contrario. El deseo de cambio es la única finalidad en sí misma que se mantiene estable en el transcurso de la Modernidad.
Aunque se habla de década del Proceso, si pensamos en todo el ciclo del desencanto del estatuto de 2006, la crisis económica de 2008, la manifestación del 12, octubre de 17, e ir tirando hasta el 24; lo que coincide perfectamente con la duración que los sociólogos atribuyen a una generación. Visto así, el deseo generacional habría quemado el cartucho y ahora la energía crecería en lugares completamente opuestos, al igual que se supone que los milenials son idealistas tristes y los zoomers han respondido con un talante conquistador y pragmático. A los independentistas puede parecernos risible la idea de un deseo de reformar España, pero aún es más ingenuo no ver cómo ahora mismo este deseo relampaguea con la energía de aquello al que ha llegado su momento.
La respuesta más obvia es que hay que enterrar la fiebre del Proceso y convertir al independentismo en un proyecto clásico a largo plazo al abrigo de los vaivenes del deseo. Cuando decimos que el Proceso fue un deseo, estamos hablando de la velocidad y la improvisación con la que se produjo, una euforia que ahora envidiamos y que a la vez parece increíble si piensas sobre qué implícitos e incertidumbres se soportaba. Más que el fruto maduro de años de construcción nacional, el independentismo fue una respuesta instintiva a que los políticos habían abandonado la nación con el autonomismo folclórico de Pujol, el cosmopolitismo posmoderno de los tripartitos, o el neoliberalismo de Artur Mas. Es porque estos tres proyectos no pueden dar respuesta a las necesidades sociales y fracasan por lo que aparece el deseo de cambio, y ese deseo cristaliza en el proceso de independencia, que era distinto a todo lo que le había precedido.
Ahora que el independentismo ha derrochado una ventana histórica, el movimiento oscila entre la confianza en que la base de realidad del diagnóstico y las recetas son suficientemente fuertes para resistir a los ilusos enterradores, y la angustia de que todo ello haya sido el canto del cisne previo a una disolución nacional inexorable. Si se convirtiera en un proyecto serio con conciencia intergeneracional, el independentismo se parecería a las ideologías revolucionarias que esperan entre los matorrales de la Historia, siempre tratando de buscar las grietas que se abren en los cambios de época para volver a inundar la corriente principal. De la imposibilidad de todos los proyectos de estabilizarse, este catálogo histórico de inicios sin finales, generaciones frustradas y la única constante de la fuerza incombustible del deseo de cambio, podemos extraer la conclusión de que un retorno del proyecto independentista tal como lo hemos conocido es casi imposible, pero que el retorno del deseo de independencia es casi inevitable.
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