Las externalidades o costes externos son fallos que habitualmente se producen en el mercado y a los que los diferentes gobiernos, si es que de verdad quisieran perseguir el bien común como proclaman, deberían prestar particular importancia al objeto de subsanarlas cuanto antes. En el plano individual, se suelen identificar las externalidades con la influencia que las acciones de una persona determinada provocan sobre el bienestar de otra. Éstas pueden ser positivas o negativas. Las positivas son aquellas que afectan favorablemente a terceros, como ocurre con la instalación de un sistema WIFI para la conexión a Internet, ya que genera una externalidad positiva al facilitarnos a los vecinos la conexión gratis. Se dice que otras externalidades son negativas cuando afectan desfavorablemente a los demás, como ocurre cuando fumamos en espacios públicos. Las externalidades conocen también otra serie de dimensiones como la económica, la social y la ambiental, siendo la construcción de infraestructuras y la edificación las actividades que mayor número de externalidades negativas producen. Desgraciadamente, en la Europa más insolidaria e irresponsable de la que formamos parte los vascos por méritos propios, la economía del ladrillo y de la obra pública campan por sus respetos con la complicidad de los gobiernos que permiten que las externalidades negativas que producen se desarrollen impunemente, dejando a los más jóvenes sin posibilidades de acceder a una vivienda.
En teoría, los diferentes gobiernos deberían intervenir en el mercado para asignar los recursos de una manera más eficiente. Sin embargo, eso es precisamente lo que no hacen los gobiernos que nos rodean, bien sean municipales, forales, autonómicos o estatales. Las razones son evidentes. El sector inmobiliario y de la construcción mueve tanto dinero que es capaz de comprar almas, voluntades y lo que haga falta. De este modo, un bien como la vivienda, que en teoría debería ser protegido, se convierte en un mero producto de la usura. Los poderes públicos que deberían promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación, no sólo no hacen nada contra la especulación sino que, ante la estrepitosa corrupción urbanística que estamos conociendo, miran hacia otro lado. Y por si fuera poco, nuestras cajas de ahorro, antaño montes de piedad que luchaban contra la avaricia, se han convertido en unos de los principales agentes de la usurera economía del ladrillo. Recordemos ahora que los partidos políticos que nos gobiernan son quienes también controlan estas instituciones y, por tanto, son los máximos responsables directos de sus políticas. En teoría, las cajas de ahorro están exentas de muchos impuestos mercantiles porque se las considera favorecedoras del bienestar social. En la práctica, se están comportando cada vez más como instituciones puramente financieras y especuladoras. Si a ello unimos la especulación del suelo urbanístico y la práctica vergonzante del desarrollo insostenible en nuestros pueblos y ciudades, el resultado serán viviendas vacías, mayores emisiones de CO2 y marginación social de las generaciones más jóvenes para las que acceder a una vivienda se ha convertido en una utopía. ¿Cómo puede considerarse mínimamente vasquista a aquel que permite este futuro para nuestros hijos y nietos?