El dictador azerí Ilham Aliyev es un astuto superviviente. Corteja las democracias europeas con las exportaciones de gas, organiza el festival de Eurovisión y gana cien millones de dólares en ofertas de ayuda militar estadounidense. Esos éxitos son aun más notables si consideramos que encarcela regularmente a políticos y reporteros. Y ahora ha visto una nueva oportunidad para consolidar su Gobierno. Utiliza la amenaza del coronavirus para reprimir a grupos opositores y medios independientes. Ha cerrado la oficina de un grupo disidente alegando que no se podían permitir “reuniones masivas”. Había cuatro personas.
Aliyev no es ni mucho menos un personaje único. A medida que el coronavirus se ha ido extendiendo por el planeta, la mayoría de los países ha tomado medidas drásticas para mantener la tasa de infección controlada y evitar el desbordamiento de hospitales y trabajadores sanitarios. Son muchos (entre ellos, las democracias liberales) los que han decretado confinamientos. Algunos de los que han tenido más éxito en la lucha contra el coronavirus (como Corea del Sur y Nueva Zelanda) han seguido de cerca las interacciones de las personas infectadas gracias a la obtención de datos sobre los ciudadanos. En muchos de esos lugares, los propios ciudadanos han aceptado ceder temporalmente ciertas libertades a sus gobiernos democráticos y confían en que sus dirigentes actuarán de buena fe para hacer frente a esta amenaza extrema.
Sin embargo, las figuras autoritarias suelen aprovechar las emergencias (guerras, ataques terroristas, incendios provocados, desastres naturales) para consolidar el poder. Esas catástrofes despiertan el miedo, refuerzan el deseo público de un gobernante fuerte y llevan a la población a unirse en torno a sus dirigentes. Según informan los expertos en Rusia, Vladímir Putin utilizó la guerra de Chechenia para hacerse con una mayor cuota de poder; y el dictador indonesio Suharto aprovechó las grandes matanzas y los disturbios civiles de 1965-1966, alentados por las fuerzas armadas, para tomar el control del país y derrocar a su predecesor. El ejemplo más infame es el de Adolf Hitler, que se hizo con el poder dictatorial supremo tras el incendio del Reichstag en 1933, un incendio probablemente provocado por los propios nazis.
Ahora bien, un contagio de la magnitud del causado por el coronavirus puede ofrecer a las figuras autoritarias una oportunidad mayor que cualquier otro acontecimiento, con excepción de una guerra. El virus no entiende de fronteras y la sensación de pánico que crea es mayor que la producida tras un ataque terrorista, concebido para atemorizar pero con un objetivo muy localizado, y no tiene ni de lejos el mismo impacto económico. En una guerra o en un desastre natural, los ciudadanos medios disponen de cierto margen de actuación: pueden ofrecerse como voluntarios para luchar en una guerra o ayudar en el frente interior, o proporcionar ayuda en una zona devastada por un huracán. El virus, en cambio, deja a los ciudadanos impotentes; para ayudar a otros, cuanto pueden hacer es quedarse en casa, con lo que se vuelven dependientes de la guía de expertos y funcionarios, y no pueden congregarse públicamente para protestar contra una toma de poder. Y, si bien es posible que una guerra, un ataque terrorista o un desastre natural provoquen el bloqueo de algunas zonas, no suelen cerrar todo un país, una situación que da a un dirigente la mayor libertad de acción. Por último, como han demostrado déspotas del estilo del camboyano Hun Sen, el contagio ofrece a un dirigente autoritario la oportunidad de estigmatizar a ciertas poblaciones marginadas y culparlas de la enfermedad. De hecho, desde Filipinas hasta Hungría, pasando por India y Camboya, los dirigentes autocráticos de muchos países están utilizando el coronavirus para acumular poderes y establecer nuevas reglas que serán difíciles de revertir aun cuando el coronavirus sea derrotado. Muchos de esos nuevos poderes no tienen un límite temporal claro. La pandemia habrá consolidado a esos déspotas de modo indefinido.
Rodrigo Duterte, el impulsivo e intolerante presidente de Filipinas, ha librado una brutal guerra contra las drogas en la que tal vez se hayan llevado a cabo decenas de miles de ejecuciones extrajudiciales. También ha luchado contra medios de comunicación y políticos opositores. Ahora ha conseguido que el poder legislativo, controlado por sus leales, le conceda amplios poderes de emergencia para combatir el coronavirus. Algunos son razonables, como la capacidad de poner el transporte público al servicio de los trabajadores sanitarios. Sin embargo, los activistas de derechos humanos creen que Duterte usará los poderes de emergencia para castigar a los opositores y obtener un mayor control sobre los fondos estatales, y es eso lo que ya está haciendo. Los poderes de emergencia incluyen la capacidad de efectuar una detención sin orden judicial contra cualquiera considerado como sospechoso por un órgano gubernamental. El Congreso filipino ha ampliado los poderes de emergencia de Duterte, y sigue sin estar claro si esos poderes estarán limitados en el tiempo. El Congreso también tipificó como delito la difusión de “información falsa”, algo definido de un modo inquietantemente vago, según Human Rights Watch. Y, teniendo en cuenta los antecedentes de Duterte silenciando a la prensa, es posible que utilice esas amplias atribuciones para castigar a los periodistas que lo critican a él o critican la respuesta de su Gobierno al coronavirus. En plena pandemia, Duterte ordenó el cierre de la mayor cadena de televisión del país, ABS-CBN, y ha presentado acusaciones penales contra la web de investigación Rappler.com.
En Malasia, tras unas luchas internas en el seno de la coalición hoy en el poder, vencedora en el 2018 sobre la Organización Nacional de Malayos Unidos (UMNO) que había gobernado el país durante mucho tiempo, el rey nombró en marzo a un nuevo primer ministro, Muhyiddin Yassin. Muhyiddin formó Gobierno fundamentalmente con el apoyo de la UMNO. Ese Gobierno que cuenta con una mayoría parlamentaria muy ajustada, se ha escudado en repetidas ocasiones tras la pandemia para impedir la celebración de sesiones parlamentarias. Esas restricciones impiden la presentación de un voto de confianza y las deserciones en su coalición. El Gobierno también ha retirado las acusaciones penales contra varias figuras de la UMNO supuestamente relacionadas con el gran escándalo financiero masivo del fondo de inversiones 1MDB y ha colocado en los puestos directivos de las compañías estatales a muchos aliados de la UMNO.
En India, la potencia regional de Asia meridional, el primer ministro Narendra Modi ha alimentado las divisiones culturales y religiosas desde que juró el cargo en el 2014 y ahora usa la pandemia para azuzar aun más las diferencias. Altos funcionarios del Partido Popular Indio (BJP) han convertido en chivos expiatorios a musulmanes, dalits (intocables) y otras minorías, acusándolos una y otra vez de ser vectores de la Covid-19 sin que haya pruebas científicas que respalden la afirmación. Semejante estigmatización, en un clima que ya era ponzoñoso para las minorías bajo Modi, ha desembocado en brotes de violencia contra los musulmanes en estos tiempos de pandemia. Además, el Gobierno de Modi ha detenido en los últimos meses a muchos activistas de la oposición, algunos de los cuales habían encabezado a principios del 2020 protestas contra una nueva ley de ciudadanía discriminatoria, según sostienen, contra los musulmanes. En cambio, pocos partidarios gubernamentales que participaron en las contraprotestas en apoyo de la ley de ciudadanía han sido detenidos. Los activistas de la oposición, muchos de los cuales han sido detenidos por sedición y de acuerdo con leyes antiterroristas, afirman que una vez detenidos por las autoridades tienen poco acceso a un asesoramiento jurídico y poca capacidad para impugnar las acusaciones debido a las restricciones impuestas al amparo de la Covid-19.
Y, en otras partes de Asia, otros déspotas ven también en el virus una oportunidad. Según Human Rights Watch, el autócrata camboyano Hun Sen ha recurrido al brote para detener al menos a diecisiete críticos de su régimen entre enero y marzo (en su mayoría, personas que compartieron información sobre la propagación del coronavirus en el país y la respuesta del Gobierno). Varios de los detenidos son miembros del principal (y prohibido) partido de la oposición, el Partido de Rescate Nacional de Camboya. Hun Sen también ha usado el virus para difamar a grupos minoritarios, como los musulmanes jemeres. El Ministerio de Salud insinuó en su página oficial de Facebook que los musulmanes han sido de algún modo responsables de introducir el contagio en Camboya.
Su compañero de viaje Viktor Orbán, que en la última década ha hecho que Hungría pase de una democracia a un régimen autoritario con fachada democrática, también saca provecho del coronavirus. A finales de enero, el Parlamento de Orbán aprobó una ley que otorgaba al dirigente húngaro poderes de emergencia. Convertido en un dictador dentro de la Unión Europea, Orbán ya ni siquiera mantiene una ilusión de democracia: puede cambiar unilateralmente cualquier ley húngara existente y encarcelar a ciudadanos por difundir información falsa, un concepto que, como en Filipinas, no queda bien definido. No está claro qué relación tenían esos cambios, si es que la tenían, con la lucha contra el coronavirus.
En Polonia, los dirigentes del partido gobernante Ley y Justicia introdujeron nuevas leyes electorales en la legislación de emergencia para hacer frente al coronavirus, aprobada durante una caótica sesión parlamentaria. Se trata de una modificación de los procedimientos electorales que favorece aún más a Ley y Justicia, puesto que facilita la participación de los votantes de mayor edad, seguidores en su mayoría del partido, pero no la de los partidarios de la oposición.
El israelí Beniamin Netanyahu también ha intentado utilizar el virus por razones políticas. Ante los cargos penales ya presentados contra él, citó la pandemia como motivo para cerrar los tribunales, paralizar la Kneset y actuar durante un tiempo sin supervisión parlamentaria.
Mientras tanto, en Rusia, el Gobierno de Putin ha utilizado el virus para reforzar en Moscú sus sistemas de vigilancia instalando para mantener las cuarentenas más dispositivos de reconocimiento facial, unos instrumentos que también podrían desplegarse para reprimir las manifestaciones públicas. Y, mientras la mayor parte de Rusia estaba distraída por la propagación del virus, Putin logró que un obediente Parlamento pusiera fin a los límites a su reelección, lo cual le permitirá posiblemente seguir en el poder hasta la década del 2030.
En Turquía, el Gobierno del déspota Recep Tayyip Erdogan ha detenido a ciudadanos que se han atrevido a criticar su respuesta a la crisis. Y, a finales de marzo, el Gobierno autoritario de Turkmenistán, que afirmó de forma inverosímil que el país no tiene casos de contagio, prohibió el uso de la palabra coronavirus.
En Oriente Medio y África subsahariana, la historia es en buena medida la misma. El Gobierno argelino ha detenido y utilizado una fuerza desproporcionada contra muchos activistas antigubernamentales con el pretexto de frenar la propagación de la pandemia; Marruecos, por su parte, ha utilizado un estado de emergencia relacionado con la Covid-19 para procesar a unos 25.000 marroquíes por violar las restricciones de emergencia (algunas de las detenciones quizás estuvieran justificadas por razones de salud pública, pero han surgido sospechas por el hecho de que se detuviera a múltiples ciudadanos críticos con el Gobierno). También el Gobierno turco ha detenido a cientos de personas por haber difundido en las redes sociales mensajes supuestamente provocadores sobre la pandemia. En Egipto, el Estado más represivo del norte de África, el Gobierno del presidente Abdul Fatah al Sisi ha utilizado la pandemia para revisar la legislación de emergencia y para obtener para sí y las fuerzas armadas un control aun más estricto sobre la sociedad egipcia. En el África subsahariana, los gobiernos autocráticos (como el de Zimbabue) también se han vuelto más represivos, y las detenciones de políticos y activistas de la oposición han ido aumentando a medida que la Covid-19 se extendía por el continente.
Este tipo de ataque tiene una historia. A lo largo de los siglos, los gobernantes han solido culpar de las epidemias a los extranjeros. Durante la peste negra de principios del siglo XIV, por ejemplo, los funcionarios locales de Estrasburgo, como recordó Elizabeth Kolbert en un artículo de The New Yorker, acusaron del brote a los judíos. Se les dio a elegir: convertirse o morir. La mitad se convirtió, y el resto fue asesinado. Lo mismo ocurrió en otras ciudades europeas, donde se repitieron las matanzas.
La obtención de poderes de emergencia por parte de los autócratas suele ser difícil de revertir. La historia señala que en muchos casos, después de una crisis, los dirigentes autoritarios conservan esos poderes y los convierten en una parte normal del Gobierno. Putin se ha fortalecido desde que usó la guerra de Chechenia para acumular más autoridad, y ahora quiere gobernar Rusia hasta entrado en la setentena. Tras hacerse con el poder en Indonesia, Suharto gobernó dictatorialmente durante los siguientes treinta años. Lo sucedido tras el incendio del Reichstag es de sobra conocido.
Una vez han acumulado un mayor poder político gracias a las medidas aplicadas en las crisis, los políticos suelen ser reacios a renunciar a él. A veces, la legislación y las acciones ejecutivas del momento de crisis se mantienen intactas. Otras, son retorcidas y reutilizadas para adecuarse a nuevos objetivos políticos, sin que por ello dejen de ayudar a los gobiernos a mantener unos poderes considerables. En EE.UU., una democracia más consolidada que la de los países del sur o sudeste de Asia, la ley Patriótica aprobada tras el 11-S, ha seguido en esencia vigente casi dos décadas después.
Ahora bien, quizás con el coronavirus ocurra algo diferente. A diferencia de las guerras, en las que presidentes y primeros ministros no parten al combate, los jefes no son inmunes. Ya han contraído el coronavirus dirigentes mundiales como el primer ministro británico Boris Johnson, el ministro del Interior australiano Peter Dutton y el príncipe Carlos de Inglaterra (ninguno de los cuales es, por supuesto, un personaje despótico). Dos ministros iraníes, dirigentes de un régimen autocrático y opaco, han enfermado. En pandemias anteriores, como durante la peste de Justiniano en el siglo VI, los autócratas infectados vieron disminuir su poder. Si los científicos diseñan una vacuna o un tratamiento contra el coronavirus, se podría poner un punto final claro y evidente al pánico y el miedo, lo cual sería una señal de que los poderes de un dirigente deberían ser restringidos.
Por otra parte, aunque han utilizado la pandemia para amasar poder político y económico, algunos dirigentes autoritarios han fracasado en el frente de la salud pública. Muchos de los que han gestionado mal la pandemia son populistas autoritarios que han menospreciado el conocimiento y la experiencia en su ascenso al poder y tienen un estilo de gobierno caótico e improvisado. El desdén por el conocimiento experto y la mala coordinación de las políticas, algo que supone un reto incluso en los mejores momentos, han impedido que esos dirigentes aborden con éxito la Covid-19 y han dado lugar a resultados muy pobres en salud pública. En Brasil, por ejemplo, el populista Jair Bolsonaro, que muestra un intenso desprecio por el conocimiento experto y actúa con un estilo improvisado, negó durante mucho tiempo que el virus fuera una amenaza real, manejó mal la relación federal-estatal en la lucha contra la pandemia y promovió teorías de la conspiración, incluso cuando él mismo contrajo la Covid-19. Bajo su caótica dirección, Brasil ha padecido uno de los peores brotes del mundo.
Mientras tanto, las maniobras de hombres como Hun Sen, Orbán y Duterte mantendrán a sus países cada vez más alejados de la democracia.
* Investigador principal para el Sudeste Asiático en el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR)
Nota
Este artículo es la traducción de un trabajo aparecido en The Washington Post el 2 de abril del 2020 (https://www.washingtonpost.com/outlook/dictators-are-using-the-coronavirus-to-strengthen-their-grip-on-power/2020/04/02/c36582f8-748c-11ea-87da-77a8136c1a6d_story.html) y también de un documento de trabajo del Consejo de Relaciones Exteriores (Coun¬cil on Foreign Relations, Cfr.org) sobre la Covid-19 y su repercusión sobre las libertades políticas.
LA VANGUARDIA