Pensando que se acerca el 9 de Octubre, fiesta más o menos “nacional” de los valencianos y “Día de la Comunidad”, no sobrarán, además de los preparativos para la inexistente Diada, algunas reflexiones de fondo sobre la sustancia o materia que tal fiesta debería representar. Porque la antigua materia sobre días o fiestas, sustancias o símbolos, es en definitiva la materia perenne de la identidad, palabra a menudo despreciada, sea por abuso o por ignorancia y prejuicio. Hablar de este concepto, realidad, sentimiento o fantasía que solemos llamar “identidad” no es ciertamente materia de metafísica y de ontología, ciencias remotas, ni del to be or not to be de la tragedia, sino de alguna de las cosas que, mal resueltas, pueden llegar a hacernos la vida más difícil de lo que debería. Como las adscripciones políticas, ideológicas, religiosas, territoriales, lingüísticas, culturales, nacionales o locales, que raramente se combinan armónicamente para producir la paz de los espíritus y el descanso de los cuerpos. El hecho, en todo caso, es que conflictos y dificultades en este campo y materia, unos tienen, o tenemos, bastantes más que algunos otros. Será por eso que a menudo me da un poco de envidia la gente que parece que no tiene las dificultades que yo tengo: a menudo me gustaría ser japonés, o sueco, o portugués, o algo así de limpio y sencillo. O incluso un buen francés de Francia o un español de España, o alguna de tantas denominaciones que, de entrada, no te obligan a pensar ni a elegir: está todo claro desde el principio, está todo dicho y hecho, y qué descanso no tener que pensar en ello cada día. Parece que una gran mayoría de los valencianos no tienen tampoco este problema o dificultad: se afirman españoles en santa paz y quietud, según todas las encuestas, y aquí se acaba la historia, incluida la del 9 de Octubre y la procesión de la señera coronada, que debe salir por un balcón porque no se inclina ante nadie. Parece también que una pequeña minoría, muy pequeña, se afirman simplemente catalanes, piensan que es muy sencillo, y así van haciendo, un año y otro año. Y finalmente otra minoría, no sé si grande o menos pequeña, pasamos el tiempo llenos de perplejidad: si yo, por ejemplo, dijera que, como escritor, mi patria es la lengua catalana, que, como ciudadano, mi país es el Valenciano, y que mi nación cultural puede ser más extensa que mi nación política, no sé si la combinación sería demasiado complicada, ni cómo la podría simplificar. Ser a la vez esto y aquello, y quizá lo otro, puede resultar difícil, pero también, a menudo, es más entretenido.
Ya se sabe que todo espacio de identidad colectiva (si no tiene un perímetro material bien visible, como un pueblo pequeño o una ciudad amurallada) es sobre todo un espacio imaginado. Que no siempre significa imaginario. Imaginado, quizás, pero existente. Y la primera pregunta podría ser: ¿qué era, qué existencia tenía el País Valenciano a finales del siglo XIX, por ejemplo, cuando la historia contemporánea ya había avanzar lo suficiente como para formar un cuerpo de ciudadanos que más o menos participaban en la vida pública, y cuando en toda Europa los pueblos ya habían construido o estaban en camino de construir sus propios espacios de definición y de decisión? Ciertamente, el espacio valenciano no era necesario “imaginarlo”: comparado nuestro caso con algunos otros espacios del centro y del este de Europa, indefinidos o de límites variables, no era ciertamente poco la existencia de un reino medieval bien delimitado y de muy larga duración, más la estabilidad y continuidad del nombre y del territorio, más la pervivencia muy mayoritaria de una lengua con tradición institucional y culta. Con materiales mucho más inciertos que éstos, otros (eslovenos, rumanos, eslovacos, macedonios, estonios…) han construido naciones de hecho y de derecho. Hay que partir, pues, de un hecho que ahora no nos detendremos a analizar: los materiales valencianos, que eran reales y estaban disponibles, no fueron aprovechados en aquel momento crucial para construir una “casa propia”, ni en la práctica política , ni en la construcción ideológica, ni en la producción y difusión de una imagen proyectada y atractiva. Ni para imaginar una “vía valenciana”, un camino nacional propio en la modernidad. Entre otras razones, porque las condiciones históricas de los siglos XVI al XIX ya habían provocado la progresiva identificación de los sectores dominantes del país con la españolidad-ideológica, política, cultural y lingüística-como forma propia de la vida civil y nacional de los valencianos.
Volviendo HYPERLINK “http://www.joanfmira.info/articles/index.php?id=519″a HYPERLINK “http://www.joanfmira.info/articles/index.php?id=519″donde nos habíamos quedado, hay que recordar en primer lugar que, de hecho, la ideología nacional española es la única que ha tenido durante la mayor parte de la época contemporánea, y casi hasta nuestros días, una circulación extensa y permanente en el País Valenciano: la única que, a lo largo del siglo XIX y de gran parte del XX, construyó y proyectó de manera eficaz una representación nacional, valorada y positiva, en capas cada vez más extensas de la sociedad valenciana. La “otra ideología”-cuando empezó, tardíamente, a dar señales de vida- simplemente no podía hacer lo mismo: no tenía ni los recursos (durante mucho tiempo ni siquiera los recursos conceptuales para definir un espacio nacional propio distinto del castellano-español), ni el poder, ni la decisión, ni la capacidad de difusión. Como máximo, podía resistir o crecer en algunos núcleos reducidos, más literarios o eruditos que cívicos o políticos: podía simplemente sobrevivir aislada, ignorada por el grueso de la propia sociedad.
En estas condiciones, es evidente que los obstáculos a la existencia del país (una existencia que es sobre todo conocimiento y “reconocimiento”: esse est percipi, como decían los clásicos, ser es ser percibido) se acumulaban implacablemente. Incluso la realidad del territorio histórico dejó de ser percibida como espacio común de lealtades compartidas, y con la carencia de esta percepción era imposible que fuera adoptado como espacio básico de la acción colectiva, los movimientos sociales, de la actividad política y de la producción y difusión de cultura. El País Valenciano, por tanto, en ese momento histórico decisivo (último tercio del siglo XIX y primer tercio del XX), no se construyó como país en la conciencia de la mayoría, o de una parte significativa y decisiva de la población (tal como sí lo hizo en Cataluña, por poner el ejemplo más próximo), como aquella comunidad moral de nombre, identidad y lealtad sin la cual no puede existir una sociedad de carácter nacional, ni se puede imaginar o desear un camino o vía propia para la historia futura. No, al menos, de forma que altere el itinerario y dirección de este camino.
Es cierto que, a pesar de todo, la existencia de un valencianismo pre-nacional o plenamente nacionalista, ideológico, cultural y político, no es una fantasía retroactiva que ahora nos inventamos para apelar a una mínima legitimidad histórica: existió, durante el primer tercio del siglo XX… pero existió poco o de manera social y políticamente poco eficaz. Quiero decir que la existencia de ese valencianismo (la presencia de una idea, de un proyecto de país, y de una representación autónoma y antagónica de las imágenes dominantes) no pasó nunca de círculos relativamente reducidos y con escasa capacidad de penetración fuera de la capital y de pocos otros lugares. Un carácter minoritario que se mantuvo sustancialmente durante la breve efervescencia de los años de la República.
Aun así, es cierto que en 1936 el valencianismo político, de una manera o de otra, había obtenido ya los primeros éxitos importantes-un escaño en Madrid, cinco concejales en Valencia… – y que en julio de mismo año todos los partidos del Frente Popular habían asumido la reivindicación de un estatuto de autonomía para el País Valenciano (con este nombre, País Valenciano, adoptado ya por las fuerzas democráticas… de los que algunos herederos lo han abandonado ignominiosamente), pero todo fue demasiado corto, demasiado rápido y demasiado condicionado por la política general española. Vino el alzamiento militar, pasó la Guerra Civil y, cuando llegó el franquismo, encontró poco valencianismo serio para reprimir o perseguir, poca identidad valenciana para neutralizar, poca cultura nacional para anular, y poco país para destruir. De hecho, con los cambios formales que representan el fascismo y las expresiones ideológicas o rituales de la dictadura, el españolismo franquista no fue sustancialmente diferente de la ideología nacional que ya había dominado toda la historia contemporánea del País Valenciano. Y lo que ha venido después, en este campo, especialmente a partir de los años sesenta-y más aún a partir de finales de los setenta y, es en buena medida una historia diferente: un conflicto de posiciones políticas, de intereses a menudo no del todo claros, y de ideologías nacionales.
En la historia del valencianismo reciente, en los últimos cuarenta o cincuenta años, los llamados “catalanistas” quizás hemos practicado un exceso de apriorismo y de racionalismo metódico, y quizás hemos descuidado también en exceso determinados sentimientos colectivos, algunas emociones a flor de piel y algunos emblemas de identidad que les sirven de vehículo y de expresión. Porque, por muy superficiales -no siempre lo son tanto- que parecen estos emblemas, su potencia es extensa y real. Esto es parcialmente cierto, pero es más cierto aún que, al otro lado, ha habido un abuso permanente de estas mismas emociones, una apropiación en exclusiva de los signos más visibles y epidérmicos de la “valencianidad”, y un rechazo a plantear algunas de las expresiones del conflicto -la lengua, la bandera, el nombre…- en términos mínimamente reducibles a una actitud racional.
Todo, obviamente, dentro de la continuidad indiscutida de la más rigurosa ideología nacional española. Pero la ideología del anticatalanismo radical, basada en la negación de las evidencias más elementales de la filología y de la historia, va más allá de una simple afirmación populista y política: es la expresión de formas de pensar y de actuar incompatibles con un uso ordenado de la razón, incompatibles con lo que Europa definió como modernidad. Es legítimo y explicable que gran parte o la mayor parte de los valencianos no se sienten catalanes ni lo quieran ser: la historia es la que es, y del siglo XV o XVI hasta ahora han pasado quinientos años y muchas cosas, entre ellas la larga incomunicación entre el antiguo Principado y el antiguo Reino. Pero no es legítimo (racionalmente) el uso constante de instrumentos prerracionales para dar curso a un anticatalanismo que a menudo aparece como ideología aglutinadora de posiciones muy diversas. El recelo anticatalán ha sido, y todavía es, un componente invariable del sustrato más profundo del españolismo militante (castellano-españolismo, en realidad), y el anticatalanismo valenciano es -con componentes y orígenes específicos- una expresión de esta ideología: la que determina el pensamiento político y las actitudes culturales de gran parte de la derecha valenciana, incluso, o sobre todo, cuando se presenta como apasionadamente regionalista. Y que condiciona también las actitudes de gran parte de la izquierda mayoritaria.
Pero el “conflicto valenciano” no es únicamente un enfrentamiento de identidades o definiciones: es también un conflicto de actitudes básicas ante la vida social, de la cultura y del mundo mismo de las ideas. De estas actitudes, una es homologable con lo que entendemos como los estándares civiles europeos, y la otra no. Una se corresponde, por así decirlo, con el modelo holandés, la otra con el modelo serbobosnio. Y en cuanto al futuro previsible, no estoy del todo seguro de que el modelo holandés -el que está hecho de civismo, racionalidad y tolerancia- sea el que adoptará globalmente la sociedad valenciana. Sobre todo, visto el ejemplo que dan sus dirigentes, empezando por los políticos. En cualquier caso, las naciones (definidas de una manera o de otra, con unos referentes de identidad u otros) son el hábitat propio de las sociedades modernas dentro de un hábitat universal compartido, o más exactamente son la forma moderna de habitar el mundo, y eso es ineludible. Al menos, hasta que no se invente otra forma de “estar en el mundo”, sustitutoria de ésta e igualmente universal. Pero no veo ninguna señal de que esté próxima la aparición de ámbitos de identidad equivalentes y sustitutos de los que ahora son percibidos como nacionales: complementarios sí, pero sustitutos y equivalentes, no. Otra cosa es que todos nos encontremos, o no nos encontremos, cómodos, repuestos y pacíficos, en la nación o el trozo de nación que nos ha tocado. Y que nuestro mapa, frontera y Estado, sean un espacio estable o inestable, hecho o a medio hacer, tranquilo o conflictivo. Supongo que son más felices los que tienen la nación asegurada y en paz -aunque sólo sea porque tienen un problema menos-, pero quizá a nosotros (a muchos de nosotros, valencianos) no nos ha tocado esa felicidad. O no hemos sabido encontrar una vía propia y practicable entre los caminos confusos de la historia. Nos queda el deber, o la pasión, de seguir buscándola.
El Temps