La aspiración a la independencia de Cataluña se mantiene tan fuerte como profundamente desorientada. No soy capaz de ver síntomas de renuncia en la voluntad de los que nos queremos emanciparnos de España, pero es una obviedad que los partidos políticos no son capaces de hacer ninguna propuesta para cumplirla. El Estado ha conseguido colapsar -y al mismo tiempo exasperar- la política catalana. Para entendernos: se mantiene el horizonte, pero se han borrado los caminos.
El caso es que a falta de propuestas precisas, que entusiasmen al tiempo que apoyen los pies en el suelo, abunda el desconcierto en la calle. Y como la información disponible es escasísima debido a la inacción política, se sobreinterpretan las pocos señales débiles que nos llegan hasta la extenuación. Es decir, cuanto menos hechos, más especulación en los medios; cuanto menos explicaciones, más irritación en la red, y cuanta menos claridad, más análisis construidos sobre arena.
¿Es posible describir las muchas causas del desconcierto? Probemos. En primer lugar, tenemos que la crítica abierta y franca al Proceso está coartada por el clima de represión política. Es muy difícil criticar abiertamente el papel de los liderazgos encarcelados o en el exilio, una sobreprotección comprensible pero más limitativa que estimulante. En segundo lugar, el empoderamiento popular no puede entender que su voluntad se malgaste en luchas partidistas. La distancia entre la calle y los partidos se hace abismal. Tres: la confusión en el relato propiciado por los partidos para enmascarar su falta de ideas y propuestas -o para diluir otras anteriores- se vuelve en su contra. Por poner un ejemplo entre otros, la burda sustitución del objetivo de la independencia por el de la República, que ya no engaña a casi nadie.
En cuarto lugar, confunde situar el debate en sí hay que hacer frente al Estado o si hay que dialogar. ¿Es que alguien todavía no se ha dado cuenta de que es el Estado quien de manera unilateral hace tiempo que acosa a la voluntad de los catalanes amenazándola y reprimiéndola? ¿Se ha olvidado por qué hemos llegado a donde estamos? En quinto lugar, se dinamita cualquier debate de ideas interno. Que el provocador Gabriel Rufián haga un tuit en el que descalifica las críticas a ERC acusándolas de ser hechas por el “sanedrín convergente y palmeros a sueldo”, muestra bien a las claras hasta dónde se ha llegado.
Aún más. Hay que estar alerta ante los analistas con agenda política oculta. La libertad de criterio no se defiende escondiendo las propias preferencias -y menos simulando las que no se tienen-, sino mostrándolas honestamente, sin miedo y, en todo caso, controlando la foto. La toxicidad de los aprendices de brujo acaba por empantanar todo debate. Y, por último pero no menos importante, está el papel de las organizaciones de la sociedad civil, también demasiado protegidas por el temor de no debilitarlas con la crítica. Un hecho que facilita que corran riesgos más que discutibles, que ocupen espacios impropios o que la contundencia retórica y el hiperactivismo suplan la falta de ideas.
Estoy convencido de que la aspiración a la independencia no retrocederá. Pero difícilmente puede mantener la capacidad de atracción que se había ganado hace una docena de años. Ahora, el mayor riesgo son las batallas de salón entre partidos independentistas. Es la desconexión entre las legítimas aspiraciones de unos y la desatención -por no decir traición- de los partidos a los que se ha dado la representación para defenderlas, con el resultado final de una gran desconfianza en las instituciones democráticas. Si hay alguna fractura que haga sufrir, ahora mismo, es ésta: entre el independentismo y los que lo deberían representar.
Sabemos que el círculo vicioso es éste: tenemos herramientas viejas para hacer el país nuevo que nos debe permitir tener herramientas nuevas para rehacer los males de este país envejecido. Y hace falta que lo logremos pronto.
ARA