En el ámbito político, ser hoy pesimista es como ser joven o viejo: ninguna de las tres cosas tiene mérito alguno. El siglo XXI no es tiempo propicio para las democracias liberales. En lo que llevamos de siglo, su número ha disminuido, así como la calidad liberal de buena parte de ellas. El último indicador, la “rebelión” de las clases medias y populares marginadas de los logros macroeconómicos contra las élites del ‘establishment’ (el Partido Demócrata americano; la socialdemocracia y el centroderecha tradicionales en Europa).
Un elemento que se adivina que será clave es el de las consecuencias de las decisiones del próximo gobierno de Estados Unidos. La prensa internacional ha publicado un océano de artículos al respecto. Sin embargo, la mayoría son especulaciones que, dado el carácter imprevisible y emocional de la persona y el personaje de Donald Trump, no resultan demasiado fiables. Los populismos, sean de derechas o izquierdas, siempre arrastran ignorancias.
Un escenario de incertidumbres y con información muy incompleta incentiva realizar planteamientos racionales conservadores, es decir, incentiva prever la situación potencial menos favorable para los propios intereses en el momento de tomar decisiones. Minimizar el máximo riesgo (que todavía no creo que sea el “colapso” de las democracias que algunos anuncian).
En el caso de la Unión Europea, las decisiones que la administración Trump adopte en política interna son menos importantes, naturalmente, que las que afectan a la política internacional y global –el próximo gobierno americano es digno de ser el inquilino de la casa de los horrores–. Las acciones ejecutivas internas –como los recortes de la administración, los cambios educativos (devaluación de la escuela pública, retorno de la responsabilidad a los padres incluyendo la educación en casa, combatir “el adoctrinamiento de la izquierda”) y fomentar el adoctrinamiento cristiano), etc.– afectarán menos a los ciudadanos europeos que las acciones en los ámbitos económico, de relaciones exteriores (incluidas las guerras), del cambio climático y de las políticas de defensa o que la posible desconsideración de política internacional (relaciones atlánticas, con China-Rusia y con los estados emergentes –India, Brasil, Arabia Saudita, etc.).
La Unión Europea tiene en Trump un despertador al lado que habría que poner a la misma hora. Se trata de una oportunidad para que la UE salga de la ensoñación de aristócrata ocioso en la que se instalado sobre todo en las tres últimas décadas. La UE sigue siendo un magnífico proyecto que ha dejado atrás la guerra entre sus estados miembros –su principal éxito– y ha construido un espacio político común y un mercado y una moneda únicos. Sin embargo, le conviene salir de la vida letárgica y pusilánime en la que vive bajo el paraguas defensivo americano. Un paraguas te lo pueden retirar, aunque sea parcialmente.
Creo que es necesario un replanteamiento de la UE tanto en el ámbito institucional como en lo que respecta a las políticas europeas. Estas últimas siempre son más fáciles de cambiar que las instituciones. Como mínimo, sería necesaria una convergencia política efectiva entre los Estados miembros en seis ámbitos: defensa, relaciones exteriores, energía-ecología, economía-productividad, investigación en tecnología e inmigración. La previsible política proteccionista de EE.UU. respecto a la industria americana con la aplicación de fuertes aranceles a las importaciones actuará en contra de la economía europea. En términos institucionales, idealmente habría que avanzar en medidas federalizantes, pero al menos sería necesaria una convergencia en los seis ámbitos señalados.
El informe Draghi marcaba algunos objetivos en esta dirección. Una especie de Plan Marshall europeo por encima de polémicas de menor alcance sobre si convienen o no las medidas de austeridad (un tema que divide a los estados europeos). Si no todos los estados de la Unión están de acuerdo con un planteamiento más ambicioso, sería conveniente que se volviera a la perspectiva de Europa de varias velocidades. De hecho, la ampliación de la Unión no acaba de ser una buena receta si se hace al precio de la parálisis o la falta de ambición colectiva.
A nadie se le escapa que un handicap para que la UE despierte de una vez es la situación de sus dos estados más decisivos, Alemania y Francia. Ambos viven crisis políticas institucionales y de partidos y problemas económicos (decrecimiento del PIB un 0,3% en 2023 y un 0,1% en 2024 en Alemania y un fuerte déficit público en Francia). Además ambos están experimentando un creciente peso de la extrema derecha. Pero a pesar de estas dificultades, el reto de los dirigentes europeos es transformar a la Unión en un actor político importante de la escena internacional. Actualmente está lejos de serlo. Poseer un sistema propio de defensa y una política exterior que deje atrás el ridículo pusilánime que hace en este ámbito son dos condiciones que parecen imprescindibles. El Reino Unido puede participar en una estrategia europea de defensa, a pesar del Brexit.
El “despertador Trump” es una oportunidad para Europa. Pero hace falta liderazgo para ponerle las pilas. Y un liderazgo europeo efectivo lleva años ausente. Estamos inaugurando unos tiempos convulsos en los que el aumento de las ‘sociedades del malestar’ va en detrimento de los ‘estados de bienestar’, el mayor éxito colectivo de la segunda posguerra, junto con la paz europea. Los partidos europeístas deben salir de la zona de confort inercial en la que viven si quieren evitar la conocida decadencia de las aristocracias acomodadas de la que la historia muestra muchos ejemplos y que no debe ser necesariamente una “decadencia dulce”. Es necesario poner a la vez el despertador.
ARA