He esperado una semana antes de escribir este artículo. Una semana entera y algo más.
He esperado a propósito. Para dar margen a la brizna de ingenuidad que todavía me quedaba activa. Porque tal vez, quién lo podía saber, esta vez sí, esta vez por fin, esta vez la indignación ante la brutalidad, la humanidad encarada a la tortura, la denuncia contra el asalto a la integridad de una mujer, la intransigencia hacia a la violencia machista, la acción decidida para detener los violadores pasarían por delante de cualquier otra consideración -de partido, de facción, de nacionalismo uniformizador- y extendería la red solidaria que se salta fronteras y alza dignidades y tantas palabras bellas como quepan impresas en una taza de café.
Aunque las víctimas fueran vascas.
Aunque los agresores fueran guardiasciviles.
Huelga decir que he esperado en vano. O sí hay que decirlo, sí: bien mirado, mi ingenuidad era idiota y así se lo he soltado. Tal cual y sin rodeos: eres idiota. ¿Que quién lo podía saber, decías? Tú misma, por fin, después de años, décadas, de constatar el silencio ensordecedor ante cada abuso, de cada denuncia de torturas que intentaba saltar el muro de protección que sistemáticamente se alza para encubrir las capas de basura que se les enganchan a las razones de Estado (Josep Pla lo definía tan claramente que bien vale la pena abrir ahora paréntesis sólo para poder insertar la cita: “España es un embalse de mierda de unas proporciones generales fantásticas”).
Las voces de dos abogadas vascas han resonado fuerte en este julio. No porque gritaran, que a veces el relato se les rompía y las palabras también, sino por la valentía de enfrentarse de nuevo al espanto, de explicarlo, denunciarlo, exponerlo a la luz cruda del sol. A pesar del dolor. Porque el silencio alimenta la impunidad.
“Me tocaban los pechos. Todo. Todo el cuerpo. Un Guardia Civil se enganchó completamente a mí, sus genitales en mi parte trasera. Todo el tiempo hacían comentarios de índole sexual, humillándome, insultándome”. La tenían desnuda en los interrogatorios. La envolvieron con gomaespuma. La precintaron. Le pusieron una bolsa en la cabeza. Le arrojaban agua helada. Ella intentaba romper el plástico con los dientes para poder respirar: “Sentía que me moría, que me ahogaba”.
Cuando les pudo decir que sí, que les firmaría lo que quisieran, le hicieron aprender de memoria las respuestas. Cuando se equivocaba, la amenazaban que volvería el interrogatorio de las bolsas y el precinto y el agua.
“Me volvieron a pegar. Empezaron a quitarme la ropa. El vestido. A bajarme las medias. Yo me resistí. Ellos me cogieron por los brazos. Me pegaban bofetadas en la cara. Llegó un momento en que dejé que me desnudaran. Y estuve desnuda durante los interrogatorios. Me obligaban a hacer flexiones ya sentarme en cuclillas. Ellos me pellizcaban los pezones. Me tocaban la vagina. Arrojaban el humo del cigarrillo dentro de la bolsa y yo no podía respirar. Me tapaban la boca y la nariz con la mano”. Y le preguntaban todo el tiempo. Todo el tiempo y hablando a la vez sobre cada oido. No importaba si les entendía o no. No importaban las respuestas. Pero debían ser rápidas porque, si no, la arrojaban contra la pared, le volvían a pegar, la hacían caer al suelo y se le tumbaban encima.
“La verdad es que yo sólo quería desmayarme”.
Esto que explican estas dos mujeres no son relatos de hace tantos años, de la transición de plomo ni de la post-transición de plomo, Intxaurrondos y Corcueres y señores X, no son voces que nadie se pueda tomar con voluntad de historiador: las detuvieron en 2010. Siglo XXI. La acusación en el juicio se fundamenta en las declaraciones sacadas de la tortura.
Nadia Zuriarrain y Saioa Agirre han declarado en la causa que la Audiencia Nacional española tiene abierta en su contra a raíz de aquella persecución hacia los abogados de presos vascos que es el sumario 13/13. El juez instructor de esa causa infame (otra) fue el actual ministro del Interior del gobierno de Pedro Sánchez (el más progreblablabla), Fernando Grande-Marlaska. El mismo que archivó las denuncias de torturas que ya le presentaron en su momento. Como hace siempre. El personaje encabeza el triste ranking español de condenas del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos por no haber investigado torturas: a estas alturas no sabría decir si son siete o si son ocho; que le den ya una medalla.
Todo esto, que duele saber, que cuando lo sabes por fuerza te ha de sublevar, lo escribo desde la desolación mayor. Con necesidad de abrazar a estas mujeres que han tenido que sufrir, en el cuerpo y el alma, la herida salvaje de la tortura; con el desprecio más grande para con el estado que se sustenta sobre tanta ignominia; pero sobre todo, con desolación. De verdad. Ya no lo entiendo. Me supera. Este silencio, quiero decir. El de la gente de bien, para entendernos.
¿Cómo hacía la reflexión de Martin Luther King? ¿Que a la hora de hacer balance de nuestro tiempo no nos echará encima tanto la conducta de los malvados como el silencio cómplice de las buenas personas? Pues eso. Que no me creo que no lo sepan. Que aunque las televisiones españolas no hayan dicho ni pío, la información corre. Los vídeos. Las redes. Que sois gente informada, compañeras, vecinas que tan justamente os indignais por las maldades que nos traquetean el mundo, ministros progresistísimos que compartís gobierno con el Marlaska de turno: en las dependencias de la guardia civil han agredido brutalmente a dos mujeres y vuestro silencio vuelve a ser clamoroso.
Si tocan una nos tocan a todas: ¿no era esto… hermanas?
VILAWEB