La sublevación catalana de 1640-1652

CATALUÑA y su actual proceso de consulta soberanista está de moda. Sobre el tema catalán, especialmente en las tertulias televisivas, se vierten inexactitudes varias, errores involuntarios, mentiras conscientes y toda suerte de rabiosos improperios. No es malo acudir a la historia, porque suele ser magistra vitae. Acostumbra a proporcionar suculentos ingredientes que, reflexivamente condimentados y asimilados, originan modelos de entendimiento del presente y de enderezamiento del futuro. Es muy sugerente el verso manriquiano: “Avive el seso y despierte…”.

La sublevación catalana de 1640-1652 fue el primer episodio de confrontación entre el Principado de Cataluña y la Corona de Castilla, producido tras la unión por la vía matrimonial entre Isabel y Fernando de las Coronas de Aragón y Castilla a finales del siglo XV. Pero este acontecimiento secesionista de 1640 solo se puede comprender en el contexto de la crisis generalizada del siglo XVII, que contenía elementos estructurales propiciadores.

Conviene recordar, en primer lugar, que la unión de las Coronas de Aragón y Castilla se produjo mediante una de las vías, que se utilizaban en la época, la matrimonial. Las otras dos eran la guerra y la diplomacia, una creación precisamente renacentista. El matrimonio de Isabel y Fernando no se efectuó sin la oposición de una parte de la nobleza de ambas coronas y del rey castellano, Enrique IV, hermano de la Católica. Esta, además, subió al trono mediante lo que algunos historiadores califican como golpe de Estado y posterior guerra civil sucesoria frente a los legítimos derechos de Juana la Beltraneja, su sobrina e hija del rey Enrique, fallecido en 1474.

Es preciso no olvidar que la Corona de Aragón formaba una Confederación de reinos y territorios que comprendía los reinos de Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia, Córcega y Principado de Cataluña, el territorio más próspero. Cada uno contaba con sus fueros, que el rey debía jurar, si no directamente al menos sí a través de un representante, el virrey. El Principado y los diferentes Reinos tenían instituciones propias, Cortes, Diputación y/o Generalitat y Justicia Mayor, este en Aragón, semejante al pase foral vasco.

El pactismo o contractualismo era la teoría jurídico-política en la que se sustentaban las relaciones entre rey y los reinos de la Corona aragonesa. Si el rey no gobernaba a favor del bien común de los súbditos, estos podían desnaturalizarse, es decir, negarle la obediencia. Por eso, en las Cortes aragonesas, a diferencia de las castellanas, el rey debía primero someterse a la aceptación y cumplimiento de los agravios o greuges para pasar posteriormente a la aprobación del servicio, lo que hoy llamaríamos presupuestos.

A pesar de los intentos uniformadores iniciados por los Reyes Católicos para crear un Estado nacional hispano, la realidad fue muy tozuda y la monarquía de los Austrias, como señala el gran historiador Antonio Domínguez Ortiz, era un conglomerado de reinos que podíamos calificar de federalista.

La economía, especialmente la catalana, que en los siglos XIV y XV había sufrido una profunda crisis muy bien analizada por Pierre Vilar, en el siglo XVII había iniciado el despegue o take off y, aún con limitaciones, seguía siendo una economía más dinámica, vinculada al desarrollo comercial e industrial. La sociedad, pasadas las revueltas de los payeses de remensa en el siglo XV, se caracterizaba por una más diversificada estratificación, con predominio de la burguesía frente a una sociedad castellana agrícola-ganadera, más dual y hegemonizada por la nobleza de carácter agrario.

Es esencial considerar que el siglo XVII, con matices territoriales y temporales, soportó una depresión generalizada: con vaivenes climáticos (véase al respecto el reciente libro del historiador británico G. Parker), una demografía alterada, con secuencias inexorables de carestías-hambres-pestes, crisis económica en lo distintos sectores, convulsiones sociales, propuestas de “reformación” política a cargo de los intelectuales, conocidos como “arbitristas”, e incluso exacerbaciones del espíritu religioso que se cebaron en los diferentes, judíos, moriscos, conversos, brujos y brujas, sodomitas etc. El descenso de la llegada de los metales preciosos, fruto de la rapiña colonial americana, empezaba a debilitar la mano que mecía el sueño hispano del imperialismo europeo. Decía el arbitrista Cellorigo que España padecía una especie de “encantamiento” que le impedía asumir la realidad. Cervantes, en El Quijote, describió lúcidamente la contradicción entre la “ensoñación” hidalga de Alonso Quijano y el realismo campesino sanchopancesco y algún poeta añadió que el hambre era muy mala consejera, pues podían verse “chorizos volando”. Hasta tal punto la crisis inundó las estructuras de la sociedad que el mismo Quevedo, con su típica ironía cáustica, sentenció: “Toda España está en un tris / y a pique de dar un tras; / ya monta a caballo más / que monta a maravedís….”.

Una serie de sublevaciones, asonadas y motines asaetearon prácticamente toda la geografía peninsular entre 1630-1660: sublevaciones de Cataluña en 1640 y de Portugal en 1639, que consiguió de nuevo la independencia y su Restauraçao; motín de la sal de 1636 en Vizcaya, rebeliones en Andalucía (Marqués de Ayamonte, 1641), en Aragón (Duque de Híjar, 1643), en Navarra (el capitán Miguel Iturbide, 1643), un intento de incorporación a Portugal en Galicia, revueltas en Sicilia y Nápoles y numerosos motines urbanos, provocados por la presión tributaria, la imposición de nuevas gabelas o la carestía de alimentos. En Logroño llegaron a lanzar al río Ebro a los cobradores de un impuesto sobre el vino. En este explosivo caldo estructural cualquier episodio, aunque en principio parezca banal, puede ser la mecha que provoque el incendio de la rebeldía, como hemos comprobado recientemente con la boulevarización del Gamonal en Burgos.

El factor coyuntural que provocó la sublevación catalana fue el proyecto de “reformación” del Conde Duque de Olivares, explicitado sin ambages en el memorial del 23 de diciembre de 1624 y más elaborado en 1626, en aras a reafirmar el carácter imperial europeo de la monarquía hispana frente a su principal oponente, la Corona gala, liderada estratégicamente por el cardenal Richelieu. En el memorial secreto de 1624, tras aconsejarle al rey que “el negocio más importante” era hacerse “rey de España” y someter los reinos de que se componía “al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia”, le indicaba tres caminos para lograrlo. El primero consistía en traer aragoneses, catalanes etc. a Castilla, casarlos en ella y concederles prebendas y dignidades. El segundo suponía negociar con los catalanes, pero bajo la espada de Damocles del territorio ocupado por un ejército. El tercer método lo dejo a la fehaciente interpretación y al benévolo juicio del lector para que él mismo juzgue el texto del Conde Duque y su taimada intencionalidad: “El tercer camino, aunque no con medio tan justificado, pero el más eficaz, hallándose V. M. con esta fuerza que dije, ir en persona como a visitar aquel reino donde se hubiese de hacer el efecto, y hacer que se ocasione algún tumulto popular grande, y con este pretexto meter la gente, y con ocasión de sosiego general y prevención de adelante, como por nueva conquista, asentar y disponer las leyes en la conformidad de las de Castilla, y de esta manera irlo ejecutando en los otros reinos”.

No es de extrañar que Francisco de Quevedo, no precisamente un catalanófilo, sino más bien lo contrario, añadiese este verso: “Cataluña lastimada / con marciales desafueros, / suplicando por sus fueros / está ya desaforada; / que suele, tal vez, negada / a los vasallos la audiencia, / apurarles la paciencia; e irritada la lealtad, perder a la majestad / el respeto y la obediencia”.

En 1626, el Conde Duque añadió un nuevo memorial más explícito y dos fueron las proposiciones que causaron profundo malestar en Cataluña: La Unión de Armas y el incremento de la fiscalidad. La primera consistía en la creación de un contingente militar de 140.000 hombres al que todos los reinos debían aportar una cantidad determinada, concretamente, Cataluña 16.000. El proyecto, además, implicaba un aumento de la carga impositiva. Ni las Cortes de la Corona de Aragón de 1626 ni las de 1632 aceptaron ambas propuestas, por lo que la tensión entre la monarquía hispana y las instituciones de la confederación catalanoaragonesa fueron subiendo de tono.

La coyuntura internacional se hallaba inmersa en la conocida Guerra de los Treinta Años, que dirimía la hegemonía europea entre la predominante España y la emergente Francia. Esta se saldó con la Paz de Wetfallia (1648) y más tarde con la Paz de Pirineos (1659), que sellaba definitivamente el traslado de la hegemonía del lado galo. Cataluña, por tanto, estaba en el ojo del huracán y en el foco del conflicto debido a su situación geoestratégica fronteriza con Francia. Así se declaró de nuevo la guerra franco-hispana, con inicio en 1638 mediante el ataque galo a Hondarribia, que resistió los embates; pero la contienda se trasladó a la muga franco-catalana. Las tropas castellanas, integradas en su gran mayoría por mercenarios de distintas naciones, cometieron innumerables tropelías que detonaron una asonada levantisca circunscrita originariamente a Girona, pero pronto extendida como reguero de pólvora al resto del Principado. Los segadores, que se concentraban en la plaza de la catedral barcelonesa para ser contratados en las labores estivales de la siega, iniciaron un levantamiento generalizado, el conocido como Corpus de Sang, en junio de 1640, asesinando en la playa al virrey, el catalán Dalmau de Queralt, Conde de Santa Coloma. Comenzaba el levantamiento y se inauguraba el mito dels segadors y su “buen golpe de hoz” (Bon colp de falc), estribillo del himno nacional catalán.

Mas la rebelión, que inicialmente tenía un carácter político anticastellano, cobró un giro social antinobiliario, como han demostrado historiadores insignes, principalmente Eva Serra. La nobleza catalana se atemorizó y solicitó el apoyo francés, que fue solícitamente proporcionado, pero mediante el pago de evidente peaje. Enseguida se percataron los catalanes de que el prejacobinismo galo de Richelieu era tanto o más pernicioso que el castellanismo uniformista del Conde Duque, de tal manera que progresivamente se fueron decantando hacia posicionamientos de retorno a la Corona castellana.

La contienda finalizó en 1652 con la ocupación de Barcelona a cargo de las tropas castellanas dirigidas por el valido y bastardo real, Juan José de Austria. No se llevaron a cabo represalias y el rey Felipe IV juró obediencia a los fueros catalanes. Es más, el período posterior es considerado como “neoforalista” y de recuperación económica para Cataluña. La culminación del proceso se produjo en la Paz de los Pirineos, firmada el año 1659 en medio del río Bidasoa, en la famosa isla de Los Faisanes, que suponía para Cataluña la pérdida del Rosellón, la denominada Catalunya Nord, bocado territorial que desde esa fecha pertenece a Francia. Los catalanes probaron la hiel gala y ello explica, en gran parte, que en el siguiente conflicto, la Guerra de Sucesión de 1700-1714, no optasen por la candidatura borbónica de Felipe V.

Deia