La singularidad

En agosto pasado, en San Francisco, hubo una cumbre de expertos dedicada a cavilar sobre el final próximo de la peculiaridad humana, tal como la conocemos. En 35 años, aseguraban, allá por 2045, la inteligencia artificial será tan poderosa que simplemente suplantará la humana, con todos los resultados y consecuencias. En esa reunión había sobre todo especialistas en computación y en nanotecnología, pero también psicólogos, biólogos moleculares, profesores de medicina de urgencia, expertos en el conocimiento de los loros grises, y otros personajes extremadamente serios. Los que, calculando el crecimiento exponencial de la capacidad de los ordenadores, concluyeron que ya queda poco tiempo hasta que las máquinas superen definitivamente a los humanos, y el cerebro artificial deje obsoleto el cerebro natural. Con lo cual, afirman, el próximo gran salto adelante será sensacional, un salto como quien dice metafísico, nunca visto, y difícilmente imaginable. Pasaron decenas de miles de años desde la aparición del Homo sapiens moderno, nuestra especie, hasta la revolución agraria. 8.000 años, como mínimo, desde el inicio de la agricultura hasta la revolución industrial. Poco más de un siglo, entre esta revolución contemporánea y la bombilla eléctrica. 90 años desde el uso de la electricidad hasta el aterrizaje en la luna (que por otra parte, digo yo, nadie sabe para qué sirvió, ni qué continuidad ha tenido…). 22 años desde el “gran paso para la humanidad” en el polvo lunar hasta el estallido de internet, la world wide web, y otras revoluciones de la electrónica. 9 años sólo hasta la secuenciación del genoma humano. Y, tal como todo el mundo sabe o debería saber, cada dos años se duplica la capacidad de los ordenadores, y se divide el coste de fabricarlos. Calculado así el progreso, y visto que su aceleración no es lineal sino exponencial, se calcula que en 2015 un ordenador superará la capacidad del cerebrito de un ratón, cosa nada despreciable si consideramos los millones de neuronas que hay replicar. Ocho años después, le llegará el turno al cerebro humano, más grande y más complicado, pero no invencible en la competición con la máquina. Y hacia el 2045, señores, la inteligencia de la máquina, su brainpower o poder mental (sí, en efecto: mental), será superior al de todos los cerebros humanos combinados. Ya sé que todo esto es difícil de imaginar, e incluso difícil de concebir, y no es extraño: nuestro pobre cerebrito húmedo no está preparado para comprender el significado de esta inteligencia prodigiosa.

Llegados a ese punto, por tanto, los mecanismos de la evolución, y quizás los de la cultura, dejarán de funcionar e incluso de tener algún sentido. El futuro es, pues, efectivamente inconcebible: se ha producido una singularidad. La palabra viene de la astrofísica, y se refiere a un punto en el espacio-tiempo (dentro de un agujero negro, por ejemplo), donde no se aplican las reglas de la física ordinaria. Y nadie sabe qué reglas se aplicarán o tendrán valor aún si una máquina no sólo puede pensar más y más velozmente que un cerebro, o que todos los cerebros, sino que es capaz de lo que llamamos conciencia, de sentido del humor, de ironía, de sentimientos (¿como?, ah, eso no lo sabemos, precisamente por el salto inconcebible) exactamente humanos, e incluso de reproducirse a sí misma. Esta parte, sin embargo, me parece poco realista: por muy singular que sea el aparato, por muy humanamente inteligente y sensible, no lo veo arremangándose para picar en una mina los metales que necesitaría para reproducirse él mismo, ni construyendo las máquinas necesarias, ni produciendo la electricidad imprescindible, ni fabricando camiones para el propio transporte, ni edificios para instalarse en él. En inteligencia nos superará, como mano de obra, no. Y este es el secreto que los entusiastas de la singularidad esconden: la máquina será más potente que el cerebro, y tan humana como el cerebro, pero no tendrá tripas, brazos ni piernas si los humanos no se las dan. Y siempre la podremos despegar, desenchufar, o cortarle el suministro eléctrico. Si le podemos transferir un cerebro nuestro, con memoria y emociones incluidas, y así perpetuar nuestra conciencia personal, es otra cuestión. ¿Será esta la próxima promesa de inmortalidad?. Tan singular, por cierto, como las promesas antiguas.

 

Publicado por El Temps-k argitaratua