La revolución democrática

Si el proceso político que estamos viviendo acaba culminando en el nacimiento de un nuevo Estado se tratará sin duda de un caso inédito. Totalmente singular. Será la primera vez en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial que se produce un proceso de secesión si tenemos en cuenta que, desde la perspectiva estricta de la legalidad internacional, los nuevos estados independientes de Europa Oriental fueron el producto de la disolución de sus respectivos estados matriz, con el hundimiento de los regímenes comunistas. Podríamos decir que el Estado originario se deshizo como un terrón de azúcar, incluso en el caso de Checoslovaquia, donde la creación pactada de dos nuevos estados supuso también disolver la antigua república. No será este el caso de España, que, a pesar de la alteración de territorio y habitantes (y lo que de ello se deriva), permanecerá sin alterar ni jurídica, ni sustancialmente, su naturaleza.

Este hecho puede convertir el caso catalán en único, pero lo que lo hace realmente singular es que lo conseguirá con un Estado en contra y por procedimientos estrictamente democráticos. Esta es la verdadera singularidad catalana. La reivindicación democrática ha sido protagonista, desde el primer día, lo que podríamos llamar el último capítulo emancipador del pueblo catalán. Sólo hay que recordar que el concepto más destacado en estos últimos años ha sido el del derecho a decidir, que ha actuado como verdadero marco mental y político.

Muchos sitúan el inicio de la cronología de los hechos relevantes del proceso en la gran manifestación de respuesta a la sentencia del Tribunal Constitucional de julio de 2010. Sin duda, supuso un verdadero punto de inflexión con ingredientes poderosos: la encabezó la sociedad civil, evidenciando su protagonismo; participaron todos los presidentes vivos de la Generalitat y el Parlamento democráticos, lo que mostró el vínculo con las instituciones; las esteladas ya rebasaron en número a las ‘senyeres’. Pero el punto de inicio, tanto de la reivindicación (recordémosla: “Somos una nación. Nosotros decidimos”) como del movimiento social que la produce hay que situarlo unos años antes, concretamente en el año 2006, con el nacimiento de la Plataforma por el Derecho a Decidir y sus sorprendentemente populosas primeras manifestaciones. La Plataforma supuso el arranque de la reivindicación en clave democrática (que producirá más adelante las consultas no oficiales para la independencia) y un espacio de complicidades que permitirá tejer la transversalidad política y social que tanto ha costado en el ámbito de los partidos.

Derecho a decidir. Este concepto no lo hemos inventado los catalanes. Se utilizó en Quebec, en Euskadi (incluido en el Plan Ibarretxe) y también en Escocia. Pero en ninguno de estos lugares ha tenido el protagonismo y la gran recepción popular y política que, con el impulso inicial de la Plataforma, se han dado en Cataluña, ni tampoco el desarrollo teórico y académico que ha permitido ir perfilándolo. Un derecho a decidir entendido como el derecho de los miembros de una comunidad política a expresar y realizar, mediante un procedimiento democrático, la voluntad de redefinir su estatus político y marco institucional fundamentales, incluyendo la posibilidad de constituirse en un nuevo Estado independiente. En definitiva, el perfeccionamiento del principio democrático, fundamento de las democracias occidentales, para poder plantear también dentro de su marco la posibilidad de crear nuevos estados.

¿Cómo, si no, podríamos enfocar esta posibilidad en pleno siglo XXI? Los estados han sido siempre fruto de guerras, o de pactos dinásticos o entre potencias; es decir, no han tenido un origen democrático. ¿Cómo deberían crearse hoy? Ignorar esta pregunta y la necesidad de una respuesta coherente con el principio democrático es como afirmar que el Estado es un bien moral incuestionable, o que la violencia es la única respuesta a esta pregunta.

Estas no son dos vías que parezcan defendibles en el siglo XXI; pero, a la vez, posiblemente, la mayoría de los ciudadanos occidentales no se plantean esta pregunta. En este sentido, el perfeccionamiento del principio democrático vendrá impulsado por aquellos que, formando parte de una minoría territorial, ven permanentemente excluidas sus preferencias de las decisiones del gobierno del Estado, cuando la aplicación de la regla de la mayoría se convierte en la práctica en un ejercicio de dominio de la mayoría.

Una vez más, el progreso político no se impulsará desde el poder (en este caso del Estado), sino desde posiciones periféricas o minoritarias. Las que quieren trascender las actuales democracias para poder plantearlo todo democráticamente, también la creación de nuevos estados. Esta reivindicación no es otra cosa que el perfeccionamiento del principio democrático, en un nuevo capítulo de su progresiva evolución. Desde Cataluña reivindicamos y ejercemos un derecho a decidir que debería poder ser de aplicación general en el siglo XXI. Por las razones mencionadas, es en este rincón del mundo donde la estamos promoviendo y ejerciendo, una verdadera revolución democrática que debería ser, en definitiva, un ejemplo para los defensores de la democracia de todo el mundo.

ARA