La represión no falla

Los dos años de margen que los partidos independentistas se concedieron para formar gobierno no se plantearon tanto como una oportunidad real de diálogo con España sino para contar con un tiempo añadido para pensar qué rumbo había que tomar. Las divisiones en el movimiento han contribuido a su debilitamiento pero seguramente la principal causa del desconcierto para un proyecto de emancipación nacional al que ahora le falta un horizonte concreto es la conmoción que ha causado (y causa) el mazazo de la represión.

En este contexto a veces existe la sensación de que las consignas sobre “la amnistía” y “la autodeterminación” ante un interlocutor blindado que está dispuesto a ejercer la fuerza para que ninguno de estos conceptos tenga recorrido sirven para encubrir colectivamente una verdad que, sin embargo, todo el mundo intuye, a saber, que no hay término medio entre aceptar resignadamente la situación de dominación y proceder a la revuelta total que el mismo independentismo decidió frenar en octubre de 2017 (y de alguna manera también en octubre de 2019 durante las protestas contra la sentencia del Tribunal Supremo). Esta conclusión lógica, a la que se llega cuando se constata la disposición del Estado a pagar cualquier precio para impedir la fragmentación, en algún momento será recuperada por aquellos que lideren el independentismo: si por no cometer delito y, por ejemplo, ceñir tu acción exterior a las competencias estatutarias, el Tribunal de Cuentas te exige unas fianzas de millones de euros, en el próximo embate ya haces directamente lo que estaba rigurosamente prohibido teniendo en cuenta que, después de todo, te castigarán de igual manera con la peor de las consecuencias.

Es por ello que el mantenimiento sin tregua de la represión hace que cualquier acuerdo entre actores independentistas para apaciguar el conflicto pierda su sentido. Da igual que una mayoría en el Parlamento, aunque represente un apoyo a la secesión en porcentaje de voto popular más amplio que nunca, decida replegarse y abjurar de cualquier gesto rupturista, ya que el integrismo de Estado atacará igualmente y lo hará al margen de si mantiene o no alguna complicidad con el gobierno español.

Precisamente a tenor de las fianzas millonarias exigidas por el Tribunal de Cuentas contra miembros de las administraciones de los presidentes Mas y Puigdemont, el ministro español de Transportes José Luis Ábalos declaró que estas causas eran “piedras en el camino” del diálogo, pero tan sólo unos días después Ábalos era destituido como ministro y se iniciaba el relevo de sus responsabilidades en el seno del PSOE. La lección es clara: cualquiera que muestre una mínima empatía hacia el independentismo catalán, aunque sea este mismo independentismo que te permite gobernar España, acaba fulminado.

La presión contra los protagonistas del proceso aún puede degenerar más y puede representar un enfrentamiento cada vez más profundo con el consenso democrático europeo. Los indultos pueden ser neutralizados, la incriminación se puede extender contra el actual gobierno catalán, el incumplimiento de la judicatura española de las resoluciones que vayan llegando de las instancias europeas puede ser aún más frontal.

Dado este contexto sombrío, que no supondrá ninguna corrección sino más bien un cebarse aún más intenso contra la disidencia por parte del poder español, el movimiento independentista ha de resolver sus incertidumbres cuanto antes. Estas al menos pasan por asumir, primero, que nunca se gobernará en el autonomismo como antes; segundo, que el régimen del presente no ofrecerá ninguna mejora en términos de autogobierno y de reconocimiento a la realidad nacional catalana, y, tercero, que no hay alternativa a retomar el camino de la confrontación.

Parece bastante increíble que en los años siguientes al 1 de octubre no nos hayamos preparado para hacer efectivo el mandato popular, pero ahora sería devastador no trabajar para llegar a la situación en la que la ruptura se consuma indefectiblemente y nos aseguremos de que ni el Tribunal de Cuentas, ni el Supremo, ni el Constitucional (ni, puestos a pedir, la Guardia Civil o el ejército español) tengan nunca más jurisdicción sobre las catalanas y los catalanes.

EL PUNT-AVUI