Sólo existen dos alternativas: o un Estado federal o la secesión, previo ejercicio del derecho de autodeterminación
Juan-José López Burniol | 01/05/2010 |
No hay duda de que el proceso estatutario terminará mal. Muy mal. Tanto que, después de estos años, se habrá agravado la ruptura sentimental entre Catalunya y España y se habrá hecho más difícil pensar en proyectos compartidos. Y, sin un proyecto compartido impulsado por lo que los romanos denominaban affectio societatis –adhesión a una tarea conjunta–, no hay vida en común que valga. Ahora bien, estos años de plomo sí habrán servido para centrar el foco en la raíz última del antaño denominado problema catalán, y que ya es hora de llamar por su auténtico nombre: problema español. Es decir, el problema pendiente de articular una estructura territorial del Estado en la que –sin mengua de su viabilidad– puedan sentirse cómodas todas las comunidades que, hace siglos, forman parte de España. De la gravedad de esta cuestión hace prueba el hecho de que, cada vez que España recupera la libertad –Segunda República, transición– la cuestión más grave que resolver ha sido esta.
Así las cosas, el problema se concreta hoy –desde la perspectiva catalana– en esta aspiración: configurar la relación Catalunya- España como una relación bilateral, es decir, de igual a igual, de nación a nación, en la que todas las cuestiones que surjan entre ambas se resuelvan en virtud de pacto. En otras palabras, la aspiración catalana es de naturaleza confederal; lo que significa rechazar la fórmula federal, según la cual existen algunas cuestiones en las que el interés general de todas las comunidades federadas –fijado por la mayoría– ha de prevalecer sobre el particular de cualquiera de ellas. Permítanme un ejemplo, aunque sea burdo. En una comunidad de propietarios, el que lo es de cada entidad –local o piso– hace lo que quiere dentro del mismo, pero todo lo relativo a los elementos comunes –ascensor, zaguán…– se decide por mayoría en la junta de propietarios. Esto sería una federación. En cambio, si el propietario del ático pretende –por tener una mayor cuota de copropiedad– decidir sobre los asuntos comunitarios por acuerdo entre él y el resto de la comunidad, estaríamos ante una pretensión de tipo confederal.
En esta tesitura, no tengo conceptualmente nada en contra de la aspiración confederal catalana. Puedo llegar a admitir que la relación bilateral sea quizá la fórmula que más se ajuste a la realidad de los hechos, puesto que parto de la existencia de la nación catalana, entendida como una comunidad con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad de proyectar esta hacia el futuro mediante su autogobierno. Pero, dicho esto, con igual claridad sostengo que la relación bilateral jamás será admitida por España. Y ello por una simple razón: porque dado el extraordinario efecto mimético que Catalunya ejerce sobre el resto de España, si ella obtuviese una relación bilateral, inmediatamente la pedirían Aragón, Baleares, Valencia y –last but not least– Andalucía. Con la consecuencia inmediata de que el Estado español reventaría, pues no hay Estado que aguante media docena de relaciones bilaterales. Por eso sostengo, desde hace años, que tan sólo existen dos alternativas: o un Estado federal o la secesión, previo el ejercicio del derecho de autodeterminación. Y a aquellos que siempre me objetan la imposibilidad de acceder a este, les respondo que nada es imposible para un país que actúa unido. Al final, todos somos hijos de nuestros propios actos: las personas y los pueblos.
Bien sé que la aspiración confederal es ahora la dominante, no sólo entre los independentistas, para quienes es un mal menor, sino también para los nacionalistas conservadores y para aquellos socialistas que –como dicen algunos– tienen mayor sensibilidad catalanista. Tan es así que cuando alguien me dice que el problema para sacar adelante un Estado federal radica en que no hay federalistas en España, le doy la razón, pero inmediatamente añado que el problema es más grave, pues tampoco hay federalistas en Catalunya: lo que hay son partidarios de una relación bilateral o confederal. Por tanto, tampoco deben extrañarse estos de que los “azañistas” españoles no les sigan la corriente: la izquierda regeneracionista española puede llegar a aceptar una fórmula federal o resignarse a la inevitable secesión catalana, pero lo que jamás aceptará de buen grado es la autodestrucción del Estado por la vía de admitir una confederación imposible.
De todo lo hasta aquí dicho se desprende –a mi juicio– una conclusión tan clara como decisiva. Catalunya, que ha ganado en el siglo XX la “batalla del ser” –la de su autoafirmación nacional–, tiene ahora planteada la “batalla del estar”, que –según la percibo– sólo tiene dos opciones: o federalismo o autodeterminación. Todo lo demás son ganas de engañarse, por parte de unos y de otros. En el bien entendido de que la autodeterminación es posible, en la Europa del siglo XXI, si se plantea el tema con claridad, se afronta con unidad y se ejecuta con decisión. Lo peor que se puede decir de alguien es que vol i dol.