La política es una actividad inexacta porque se refiere al gobierno de una totalidad social. No pocas decisiones políticas se adoptan frente al criterio de quienes disfrutan de una exactitud sectorial o en sus modelos teóricos pero sus cálculos son socialmente inexactos. Pensemos, por ejemplo, en el cierre de una central nuclear o en la exigencia de regular los mercados financieros. Las decisiones que tienen que ver con los riesgos ecológicos o financieros requieren una visión de conjunto que sólo puede obtenerse, en el mejor de los casos, desde una perspectiva política. Por supuesto que en los procesos de deliberación no debe faltar ni el juicio de los expertos, ni la atención a los intereses particulares, pero la decisión no puede ser otra cosa que política, pues la política es lo que hacemos cuando hemos acabado de calcular y sigue sin estar claro lo que hay que hacer.
Aunque los bancos no son casinos, tienen en común que el azar no les es nunca totalmente ajeno
El mercado conoce volatilidades cuya dimensión no puede ser ni prevista ni eliminada
Una pregunta se plantea entonces de manera inquietante en relación con la actual crisis económica. ¿Cómo es posible que la mejora de los modelos de análisis de riesgo no haya servido para anticipar un resultado catastrófico? Uno podría pensar que la causa de nuestra falta de anticipación a la crisis se debe a que no habíamos calculado correctamente los riesgos futuros. Pero, ¿y si fuera exactamente al revés, es decir, que una de las causas de la crisis sea la ilusión de la exactitud, la creencia de que los cálculos matemáticos no tienen límites a la hora de establecer los riesgos futuros? La crisis económica ha salido de unos cálculos y mediciones que presumían de una exactitud que no están en condiciones de proporcionar.
Nos hace falta una verdadera revolución epistemológica para abandonar la ilusión de que podemos vivir en un mundo calculable, que resultaría de aplicar ilimitadamente el modelo científico que hemos heredado de las ciencias de la naturaleza a las realidades sociales. Este modelo debe su exactitud a que mide realidades objetivas, exteriores a los sujetos, pero es muy limitado a la hora de calcular comportamientos humanos como el del sistema financiero, que no es algo exterior a la sociedad, que pudiera ser controlado por el saber y la tecnología, sino que resulta de la suma de nuestras acciones. Los cálculos de probabilidad son muy problemáticos cuando conciernen a comportamientos humanos, como es el caso de los mercados financieros, en los que se reflejan opiniones, expectativas y miedos humanos, de manera que no pueden ser tratados como magnitudes objetivas. Por eso la ciencia económica ha de ser considerada como ciencia humana, una ciencia en la que no hay separación entre el sujeto y el objeto de la investigación, por lo que no es una ciencia exacta.
Hemos analizado los riesgos menospreciando que en ellos lo decisivo es la significación, el sentido. Es un error manejarlos como si se tratara de una realidad física, desconociendo que la subjetividad se infiltra en todas las relaciones sociales de los agentes. Esta perspectiva epistemológica es extremadamente importante. La mayor parte de los riesgos tienen un componente subjetivo que se apoya en una interpretación de la economía. Confiar en la estimación que de ellos hace la opinión general (como se hace cuando se los introduce en el mercado) es una falta lógica, ya que la mayor parte de los que intervienen en él se basan en la matematización hecha por las agencias de rating y, por tanto, no aportan nada a las insuficiencias de la comprensión de cada uno. Dicho de otra manera: en la economía liberal de mercado no hay racionalidad en materia de riesgos más que para situaciones perfectamente calibradas y estadísticamente determinadas. La crisis de las subprimes ha tenido esta consecuencia de mostrar el error de extrapolar ciertas creencias del libre cambio a bienes abstractos que incluyen una interpretación del futuro. El mercado no juega bien el papel de sujeto interpretante en los casos que son dudosos.
En materia de finanzas, los límites de la modelización probabilista son cada vez más evidentes. Debido a que los productos derivados, por ejemplo, están basados en otros instrumentos financieros y a menudo combinan varios riesgos adicionales, el potencial de pérdidas no puede ser medido completamente. Es imposible relacionar entre sí todos los elementos relevantes del riesgo, lo que hace extremadamente difícil asesorar en relación a los riesgos de las operaciones.
Los cálculos matemáticos, pese a las precauciones metodológicas, tienen una tendencia que podríamos llamar innata a disimular las ignorancias. No estamos en condiciones de cuantificar verdaderamente los riesgos vinculados al mercado, a la liquidez, menos aún aquellos que serían debidos a un error humano o a una modificación reglamentaria. La matematización sólo es exacta para procesos en los que la interpretación juega un escaso papel, lo que no es el caso del mercado financiero. Por eso mismo, las cualificaciones que hacen las agencias de rating encapsulan el riesgo, omiten su naturaleza interpretativa. Y esta es la razón por la cual hacer que las agencias sean más independientes no cambiaría nada mientras no modificáramos nuestra concepción de la verdadera naturaleza de los riesgos financieros.
La ilusión de que era posible medir exactamente los riesgos ha alimentado otro sueño: que estábamos en condiciones de minimizarlos. La idea de un “riesgo sin riesgo” es la ideología que sostiene a la matemática financiera que está en el origen de la crisis actual. La crisis financiera es en buena medida consecuencia de una serie de instrumentos financieros que se desarrollaron para proporcionar nuevas formas de seguridad, instrumentos de los que se afirmaba que se apoyaban en cálculos de riesgo seguros. Lo que ahora se ha puesto de manifiesto es que estos cálculos y pronósticos no son solamente inexactos sino, en ocasiones, también peligrosos.
Nunca hasta ahora han sido las sociedades tan dependientes de los métodos para calcular el riesgo y nunca ha sido tan evidente la fragilidad de esos cálculos. La sofisticación de los modelos matemáticos coincide con la evidencia de que la complejidad de los sistemas sociales no puede ser reducida completamente por ningún modelo. Es una ilusión pensar que el riesgo, también el riesgo financiero, puede disiparse completamente. Aunque los bancos no son casinos, como suelen decir ciertos demagogos, tienen en común con ellos que el azar no les es nunca completamente ajeno. Las transacciones del sistema financiero global se basan en pronósticos extremadamente inseguros; el mercado conoce volatilidades cuya dimensión no puede ser ni prevista ni eliminada.
Un requisito fundamental para la gestión adecuada de los riesgos es haber comprendido que el riesgo no es un elemento objetivo sino que depende de una lectura de la situación que hace quien trata de prevenir de él o de tomar la mejor decisión posible. Las valoraciones del riesgo colectivo son fundamentalmente políticas. Es imposible juzgar objetivamente las ventajas y desventajas de una determinada tecnología puesto que tales valoraciones dependen de valores políticos. Esto se debe a que las valoraciones del riesgo están en función del futuro que se desea o se teme, lo que es una cuestión eminentemente política. Una de las reflexiones que sin duda van a ocuparnos en los próximos años es cómo hacemos frente a los desafíos que todo esto nos plantea. Nos hace falta un análisis más profundo del concepto de riesgo y de los procedimientos para gestionarlos colectivamente de acuerdo con procedimientos democráticos y conforme al saber disponible.
¿Cómo evaluamos los riesgos cuando su existencia misma es incierta? ¿Qué decisiones hay que tomar en presencia de un riesgo débil o no cuantificable, pero cuyas consecuencias serían muy graves?
Lo que debe primar es nuestra apreciación colectiva del riesgo tolerable. Los riesgos han de medirse y gestionarse con criterios sociales y políticos. Tanto en materia de cobertura de los riesgos financieros, como tratándose de riesgos sanitarios o ecológicos, sólo el debate público y su traducción en reglas admitidas por todos pueden proporcionar un marco de referencia. Ni siquiera los detentadores oficiales de la exactitud pueden ahorrarnos ese debate.
* Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Acaba de publicar El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política.