El año 2016 hizo 20 años de la publicación de Infinite Jest, la novela más célebre del escritor norteamericano David Foster Wallace (1962-2008). Como el impacto cultural del libro es difícil de exagerar, especialmente en la clase periodística y literaria del país, y el éxito de ventas es constante hasta hoy, los diarios y revistas y librerías y clubs de lectura y comentarios informales en las cafeterías de los oasis universitarios y de otras torres de marfil se llenaron de recordatorios, revisiones, debates y polémicas en torno al libraco (tiene más de 1.000 páginas y las famosas y obsesivas 350 notas al pie). Incluso se hizo una película, de su tour de promoción.
Aparte de la indiscutible calidad, el éxito de La broma infinita se debe a una conjunción de factores, como el trágico y mitológico suicidio de su autor en septiembre del 2008, colgándose en su garaje-estudio (cosa que su amigo Jonathan Franzen le reprochó en un maravilloso artículo en la New Yorker: suicidarse es hacer trampas, le venía a decir, cuando buscas ser un escritor de ecos mitológicos), y al hecho de que expresa con una intensidad nunca vista uno de los problemas centrales de nuestra cultura decadente: la adicción y el vacío que nos provocan los artefactos culturales destinados al entretenimiento. De hecho, el título de la novela, durante el proceso de creación, fue El entretenimiento fallido, y no fue hasta muy al final que Foster Wallace escogió dos palabras que aparecen en el famoso discurso de la calavera de Hamlet, la obra de Shakespeare de la que, en algún sentido, Infinite Jest está al mismo tiempo entre una réplica y un homenaje.
De lo que menos se ha hablado es del aspecto político. La acción se sitúa en un futuro distópico relativamente próximo, en que los Estados Unidos, México y Canadá se han conjugado en una especie de super-Estado de nombre ONAN (Organization of North-American Nations), de resonancias masturbatorias y espejo esperpéntico del NAFTA de la era Clinton. El presidente de ONAN es John Gentle, un excrooner con un trastorno obsesivo-compulsivo por la limpieza —de esta gente que se lava las manos cada cinco minutos, vanguardia de lo que veo cada día en el metro de Nueva York: gente lavándose las manos constantemente con un líquido desinfectante y oloroso que no precisa de agua para eliminar los gérmenes. El presidente John Gentle, aparte de no estar en sus cabales, promete a sus votantes que les ahorrará las decisiones difíciles, porque ya las tomará él. Como crooner retirado, les recomienda relajarse y disfrutar del show. La principal promesa electoral que lo hace ganar consiste en “Limpiar América”, sin ironía ni metáfora; literalmente, limpiarla. Y de hecho, propone (y cumple) acumular residuos tóxicos, nucleares o de otro tipo, en la esquina nordeste de los EE.UU., el triángulo de las élites intelectuales contra las que Trump ha capitaneado una revuelta tan antigua como la guerra civil, justo en la frontera con el Canadá/Quebeq, cosa que empuja a grupos terroristas quebequeses a poner a los norteamericanos en el centro de una campaña de terror.
No soy el primero a hacer notar los paralelismos entre Gentle y Trump, quien es conocido justamente por ser el conductor de un reality show y por prometer “drenar la cloaca” de Washington DC, pero es una similitud que reducida a estos términos banaliza tanto la novela como la victoria de Trump.
Como un forense, enseña como las almas que han renunciado a encontrar algún sentido en nada ni siquiera pueden ser radicalmente hedonistas
La campaña de terror de los independentistas quebequeses consiste en tratar de localizar un misterioso producto audiovisual tan entretenido, tan adictivo, que te acaba matando. Pero en lugar de recrearse banalmente en esta broma, finita al fin y al cabo, Wallace se sumerge en la naturaleza de la adicción, tanto su componente psicológico como social. Y aquí es donde la novela toca la médula de la decadencia cultural del mundo occidental, que resume con un tema recurrente desde entonces en todos los debates que valen la pena: el aburrimiento y la angustia que suscita. Como un forense, enseña como las almas que han renunciado a encontrar ningún sentido a nada ni siquiera pueden ser radicalmente hedonistas, porque el único placer que buscan es el que las haga vibrar suficiente rato para olvidarse de ellas mismas, y de la soledad, o del sinsentido, pero nunca un placer afirmado hasta las últimas consecuencias, un placer en el cual sacrificarlo todo. Paradójicamente, este placer pequeño de cada día y de cada noche, explica Wallace, acaba consumiéndote y te mata primero por dentro y después por fuera.
Algunas de las páginas más bonitas de Infinite Jest pasan en un centro de rehabilitación de adicciones, con sus terapias de grupo. En estas terapias se ve como el tópico, —el tópico sobre ir paso a paso, creer que puedes salir adelante, y confiar ciegamente en la virtud del hábito conquistado heroicamente— es la única salida. Cualquier pensamiento original, heterodoxo, que afirme la personalidad, acaba llevándote irremediablemente hacia la recaída. Sólo el pensamiento sectario y conscientemente vacío te saca de la adicción, y sólo mientras lo mantienes, con gran disciplina. Tienes que asesinar el ego, porque está en su desbocamiento, en busca del entretenimiento (huyendo de la tragedia última que es asumir la absurdidad, la crueldad y el dolor del mundo), que acaba enjaulado en un vicio sin salida.
No obstante, decir que hay carencia de sentido, que se expresa en la relación viciosa entre aburrimiento y entretenimiento, todo no explica casi nada, porque una vez te has dado cuenta de ello, no hay manera de hacerte creer en alguna forma de sentido: no te puedes forzar a creer. Esta es la paradoja en el corazón de las terapias de rehabilitación: hace falta que te fuerces a creer, pero el contenido de la creencia está totalmente vacío. Es un ejercicio de la voluntad aguantado sobre nada más que la voluntad de supervivencia, pero es una voluntad que tiene que evitar con rotundidad preguntarse por qué tendrías que querer sobrevivir. Es un círculo infinito.
Esta paradoja aparece trágicamente en un artículo que Foster Wallace publicó en Rolling Stone el 25 de octubre del 2001, sobre la reacción de Bloomington, una de estas ciudades del mid-west norteamericano justo en medio de la nada, los días posteriores a los ataques del Once de Septiembre. La gracia del artículo es que, en un contexto prácticamente desolado —”exceptuando las parroquias, no hay mucha comunidad pública”— ve un contraste salvaje entre las mujeres que miran la televisión horrorizadas y los cínicos como Foster Wallace, que ya no pueden ver el espectáculo de los aviones impactando las Torres Gemelas como nada más que eso, un espectáculo con demasiados pliegues morales para afirmar nada al margen de la atracción adrenalítica de la televisión:
“Trato de explicar, más bien, qué parte del horror del Horror consistía en saber, en el fondo de mi corazón, en que fuera cuál fuera la América que los hombres de los aviones odiaban con tanta intensidad era mucho más próxima a mi América, que a la de estas ladies”.
Las ladies preservan la inocencia de la creencia, que es también una creencia política. No en balde, Foster Wallace describe esta parte del mid-west como impermeable a las recesiones, por la fertilidad de la tierra cultivada y la presencia de gigantes empresariales como la aseguradora State Farm, surgida de las entrañas del mundo rural. Una de las historias que explica la victoria de Trump es justamente la falsación de esta tesis: el mid-west ha entrado en decadencia, y estas mujeres han perdido la inocencia durante los quince años que han pasado entre aquella tarde en que un escritor de moda miró el horror en la misma televisión ante la cual las mujeres de la parroquia rogaban para superar el vacío de la tragedia, y el año en que un entertainer ganó las elecciones.
Unos meses antes, en abril del 2001, Foster Wallace había publicado otro largo artículo en la revista Harper’s sobre las guerras subterráneas que esconden los diversos diccionarios de uso de la lengua inglesa, bajo el título: “Authority and American Usage”. Explica como tras la batalla entre los progresistas y los conservadores de la gramática inglesa y del uso de la lengua en América, se esconde una batalla política central en todas las sociedades democráticas. Al fin y al cabo, la lengua es una de estas cosas que más claramente muestra la tensión entre el uso popular y la norma dictada por los expertos. ¿Qué significa que se habla o se escribe correctamente? ¿El catalán estándar o el catalán-que-se-habla? ¿Es la nueva gramática del IEC una gramática científica, o es un posicionamiento político? Etcétera. La cuestión central, sin embargo, es la tensión entre la idea de autoridad y la libertad de los mundos subjetivos y comunitarios que construimos con los usos, que no deja de ser una tensión entre la ley y el espíritu democrático, y el problema de fondo que aparece cuando entran en conflicto.
¿Es la nueva gramática del IEC una gramática científica, o es un posicionamiento político?
Toda norma que se pretende autoridad, nos dice, es una forma de elitismo, porque está dictada desde el conocimiento y desde la elección, siempre de alguna forma arbitraria, que los entendidos hacen de entre todas las posibilidades que se expresan en el mundo informal del uso cotidiano. Se produce una ruptura entre esta élite y los usos del pueblo cuando se confunde la ley con la vida, o la norma con la verdad. Cuando se le dice a un negro que habla según el dialecto inglés que se habla en los barrios urbanos de las grandes ciudades, que su lengua es errónea porque no sigue la norma del inglés escrito que la academia propone. Cuando se hace pasar por científico, por neutral, por esencial y universalmente correcto, lo que es poca cosa más que una prescripción que tiene que estar al servicio de los usos cotidianos. Eso es: cuando no se entiende que el uso normativo es, de alguna manera, un dialecto con los mismos pesos históricos que el más vulgar de los argots.
De la misma manera, cuando el argot niega la necesidad de la norma, cuando se encapsula en la perspectiva subjetiva y comunitaria sin tratar de buscar un camino normativo para llegar al otro, al diferente, y tratar de articular las diferencias, se produce una ruptura de la que es muy difícil de salir y acaba en varias formas de solipsismo y frustración. Foster Wallace explicita una verdad a menudo olvidada: tras la autoridad de las normas hay una propuesta ética que dice: “Tenme confianza”. Cuando este propósito ético, que religa las diferencias, desaparece, primero sólo quedan los vínculos materiales, el bienestar, pero poco a poco este bienestar también va desapareciendo, porque no hay ningún motivo para velar por la equidad. Entonces sólo queda la evasión, eso es, el entretenimiento. Pero ya es tarde. El entretenimiento sólo suaviza la bajada hacia la soledad y la adicción.
Ni es casualidad, tampoco, que los condados más relevantes que han escogido a Trump 20 años después de la publicación de Infinite Jest, sean también los que registran un índice más alto de suicidios y de adicciones a drogas ilegales y pastillas contra el dolor prescritas por médicos de aseguradora, ni lo es que la novela sea hoy leída fervorosamente en los bares más nostálgicos de ciudades como Nueva York. Los jóvenes universitarios que se entregan lo viven como un ritual de paso, con la esperanza de encontrar una salida al aburrimiento y al vacío, una salida que es básicamente estética, una especie de ritual extremadamente conservador, que los permita sustituir la ausencia de autoridad por un autoritarismo soft, libre de culpas.
Ahora tendría que proponer una salida, pero la única esperanza que late en la obra de Foster Wallace es la del gozo del talento. La distancia que va del título El entretenimiento fallido a La broma infinita es la misma que va de utilizar el talento para protegerse o para empatizar con el otro, haciéndolo reír. No lo he dicho: la novela es una tragedia dentro de una comedia, o viceversa, y en el patetismo final se lee: ríe conmigo, que no estás solo. Sin ser entretenida, la novela asesina al aburrimiento. Es un comienzo.
ELNACIONAL.CAT