1. La Catalunya postindustrial. Los domingos me dedico al turismo metropolitano. Cojo la bicicleta (eléctrica, ¡eh!) y voy hasta donde mis fuerzas me permiten llegar. Tengo predilección por el Maresme. Ayer fui hasta una playa que frecuenta la gente naturista porque me quería bañar a pelo, que es como disfruto mejor del mar y del sol. El trayecto siguiendo la línea de la costa y los carriles bici te lleva por donde antes había buena parte de la franja industrial catalana. Todavía se pueden ver los vestigios de lo que fue y ya no es. Hangares semidestruidos y chimeneas de ladrillo rojo. Siempre que circulo por esa zona me vienen a la mente las imágenes del Liverpool devastado por los efectos de la desindustrialización promovida por Margaret Thatcher. Antes de salir de casa había leído la conversación, publicada en Núvol, de Joan Burdeus con Roger Vinton, este hombre desconocido, pero que parece que todo el mundo conoce menos un servidor. El titular era llamativo: “Las élites catalanas se dirigen hacia la irrelevancia”. El autor del celebrado libro La gran teranyina (Edicions del Periscopi) emite el mismo diagnóstico, quizás incluso más severo, que Manel Pérez, cuyo ensayo sobre las élites catalanas no es precisamente una elegía, a pesar de los condicionantes del autor. La burguesía catalana corresponde a un país pequeño, pero su mentalidad la ha empequeñecido todavía más. Ha perdido aquella capacidad de iniciativa, aquel emprendimiento, que queríamos creer que era idiosincrásica. Si no, ya hubieran repoblado el territorio de fuentes de energía renovables, habrían desmantelado industrias del pasado en vez de prolongar su agonía y habrían promovido un turismo diferente al de chancla.
Cuando las élites dejan de favorecer el crecimiento económico, contribuyen a empobrecer la sociedad y debilitan la capacidad de la administración pública para generar protección y redistribución social de la riqueza
2. Carencia de iniciativa. ¿En qué consiste esta irrelevancia de las élites? En la falta de ambición y una concepción de los negocios muy diferente, por ejemplo, de la anglosajona. Aquí nos encontramos —señala Vinton— que muchas empresas familiares no han querido dejar de ser familiares e incluso han renunciado a crecer como correspondería en un mundo capitalista. Los ejemplos que lo desmentirían son escasos. La familia Grífols es uno de ellos. Casa Tarradellas, cuyo producto estrella es universal y podría distribuirse en todo el planeta, solo sale de la masía para alcanzar la península Ibérica. Los domingos que me decido por la zona del Llobregat, cuando paso frente al puerto comercial de Barcelona, recuerdo el despropósito que China invirtiera, a través de la empresa Hutchison, más de 500 millones de euros y que fuera por nada. Esta importante inversión se realizó antes de 2017 con el compromiso del gobierno español de conectar una terminal de tren de mercancías al puerto. A pesar de que estas obras están presupuestadas desde el año 2014, actualmente están paradas, como la gran mayoría de las infraestructuras claves de Catalunya. El Estado estrangula la economía catalana, pero las élites solo se preocupan y se movilizan para atajar el independentismo, que podría ser el remedio a la parálisis. A principios de 2017, unos cuarenta partidos comunistas de todo el mundo, entre ellos el todopoderoso Partido Comunista Chino, firmaron una declaración en la que apoyaban “la lucha del pueblo catalán por su derecho a la autodeterminación”. Los comunistas, mira por dónde, no tenían ningún problema para invertir y solidarizarse con Catalunya, mientras que la Caixa y el Banco de Sabadell aquel año hicieron las maletas y todavía no han vuelto de su viaje a la nada.
3. La deriva del bienestar. A pesar de mis raíces familiares ampurdanesas, no soporto el viento. Ayer, en la costa, la brisa del mar tomó la intensidad del viento fuerte de tramontana. Abandoné mis planes de bañarme y decidí regresar a mi casa. A la altura del polígono de Can Ribó, en Badalona, decidí desviarme y subir por la avenida d’en Caritg hasta el barrio de la Salut. La bicicleta eléctrica me ayudó mucho. Mientras pedaleo observo todo lo que tengo al lado. Ayer topé con una inscripción en una pared que era un ruego y una constatación a la vez: “Dejad de vender droga, hijos de puta. La pobreza mata”. No podía estar mejor resumido. La miseria tiene también su decorado. La Salut de Badalona recuerda a Nou Barris de Barcelona, porque algunas calles son realmente empinadas y el ambiente urbano destila densidad y diversidad étnica. También pobreza. Leí, ahora no recuerdo dónde, unas declaraciones del oncólogo Aleix Pont que aseguraban que Catalunya es el segundo país en investigación, por detrás de los EE.UU., y, en cambio, es uno de los últimos en incorporar las innovaciones terapéuticas. Extraño, ¿verdad? ¿Si inventamos, por qué no aplicamos lo que hemos inventado y aumentamos el bienestar? ¿Es por falta de dinero o bien es porque las políticas públicas están mal gestionadas? Los sindicatos callan, porque se han vuelto tan rematadamente conservadores que nos abocan al inmovilismo y a la repetición de fórmulas caducas, anticuadas.
4. Desidia antirreformista. Como observa Roger Vinton, una sociedad en la que las élites millonarias han preferido vender la empresa e invertir en pisos del paseo de Gràcia para vivir de rentas, dice mucho de las causas de su decadencia. En vez de hacer el salto y convertir las empresas familiares en multinacionales, las han vendido o bien las han cerrado. Cuando las élites dejan de favorecer el crecimiento económico, contribuyen a empobrecer la sociedad y debilitan la capacidad de la administración pública para generar protección y redistribución social de la riqueza. La larga dictadura franquista, que contó con la adhesión entusiasta de los burgueses catalanes, destruyó el espíritu emprendedor de los capitanes de industria de otros tiempos. Un buen día se quemó el Liceo y los descendientes de las élites que lo construyeron no quisieron —porque poder, podían— reconstruirlo acostumbrados como estaban al proteccionismo franquista. Pereza burguesa. Si las élites son decadentes, no sabría cómo calificar el estado de la administración catalana. La completa falta de imaginación de los directivos públicos es tan y tan grave, que la Generalitat se cae a trozos no tan solo porque está mal financiada, sino porque está muy mal gestionada. Es burocrática, paquidérmica, poco cualificada y excesivamente fragmentada (con un diseño organizativo horizontal) que impide la gestión de políticas integradas. Todo esto tiene solución, evidentemente. Solo sería necesario que alguien con una visión reformista tomara la decisión de empezar a cambiar las cosas. No cabe esperar a la independencia para conseguirlo. Solo se necesita coraje e ideas.
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