Decía Anthony Smith, uno de los estudiosos más conocidos del nacionalismo que, con independencia de cuándo y cómo se haya forjado una identidad nacional, una vez consolidada se vuelve inmensamente difícil (aun imposible, excepto con un genocidio total) de erradicar. Evidentemente, hay muchas identidades que no llegan a ser nacionales o que no llegan a consolidarse, pero las evidencias a favor de esta idea de Smith son convincentes.
Cataluña ha forjado una de estas identidades nacionales. No es la identidad milenaria a la que el nacionalismo catalán apela muchas veces. Es la identidad actual de un pueblo que se considera sujeto soberano, objeto de la lealtad política de los ciudadanos y ámbito de la solidaridad colectiva. Es una identidad moderna que ha sobrevivido contra muchas adversidades durante etapas muy oscuras de la historia.
A un catalán no hace falta explicarle que las identidades nacionales se construyen a base de victorias o derrotas, indistintamente. Por tanto, no hay ninguna evidencia de que un fracaso colectivo o una situación especialmente adversa ponga en peligro los fundamentos de una identidad nacional. Tampoco medidas fuertemente represivas o asimilacionistas. Si así fuera, serían muchas las que ya habrían desaparecido. De hecho, es en estos contextos de conflicto como muchos nacionalismos minoritarios se han hecho fuertes.
Cataluña no pasa por su mejor momento, pero tampoco pasa por el peor. Históricamente, ya ha resurgido de importantes y dolorosas derrotas, como lo fue la Guerra de España y la ocupación de 1939. Y, más allá de relatos algo mitificados, no puede decirse que la continuidad de la lucha nacional sea absoluta. Sin ir más lejos, de la primera celebración del 11-S que se tiene constancia no tuvo lugar hasta 1886, dos años antes de la inauguración de la estatua a Rafael Casanova.
La rendición de toda la clase política autonómica que tenía el encargo de culminar la victoria del 1-O tiene algunos elementos de derrota nacional. Por eso, es hasta cierto punto comprensible que mucha gente haga sus relatos catastrofistas sobre el futuro de la nación. Es la consecuencia de haber interiorizado que nuestro futuro como pueblo está amenazado dentro del Estado español. Pero, como decíamos, la historia demuestra que las derrotas también cohesionan y movilizan a las naciones. Las identidades nacionales tienen enorme capacidad de pervivir y resurgir.
El olvido del 1-O en la acción política de todos los partidos independentistas es evidente. Más allá de los discursos, su praxis política pasa por sustituirlo por un nuevo referéndum, que en el caso de ERC y Junts requiere el permiso de España. En este sentido, el mandato político y jurídico del referendo de autodeterminación está aparcado o enterrado. Pero sería prematuro considerar que los efectos del 1-O se limitan a su significado literal.
El 1-O es uno de esos acontecimientos históricos que ayudan a forjar y consolidar una identidad nacional. En el futuro, y mientras no seamos independientes, cualquier reivindicación nacional catalana podrá relacionarse con la victoriosa revuelta democrática de 2017 y la respuesta autoritaria del Estado. El 1-O nunca se borrará de la memoria colectiva, incluso en el supuesto de que todo el mundo la hubiera dejado de reivindicar en un momento futuro.
Como el 11-S en su momento, el 1-O se verá como un evento constitutivo de nuestra identidad nacional. Veremos cómo personas que todavía no han nacido, que todavía no viven en Cataluña, que todavía no han aprendido la lengua, o que todavía no se sienten catalanas, algún día lo harán suyo. Las identidades nacionales ya tienen eso: sobreviven y perviven más allá de la capacidad de transmisión que puedan tener las generaciones vivas. El 1-O también sobrevivirá a sus ilusos enterradores.
EL MÓN