Historiador, filósofo y autor de ‘Sàpiens’, ‘Homo Deus. Una breve historia del mañana’ y ’21 lecciones para el siglo XXI’.
Todos los humanos se preguntan quiénes son, de dónde provienen y cuál es su identidad. Esta búsqueda es importante y fascinante, pero también puede ser peligrosa. Al intentar definir claramente una identidad propia, me puedo cerrar al mundo. Puedo concluir que mi identidad se define a través de la pertenencia a un solo grupo de personas, potenciar las partes que me relacionan con el grupo escogido y desterrar todas las demás partes.
Pero las personas son seres increíblemente complejos. Si nos centramos en una sola parte de nuestra identidad y creemos que es la única que importa, no podremos entender quiénes somos realmente. Por ejemplo, es obvio que para mí, como judío, la historia y la cultura judía son importantes para definir mi identidad. Pero para entender quién soy, la historia de los judíos no es suficiente ni mucho menos. Estoy hecho de muchas piezas provenientes de todo el mundo.
Me gusta el fútbol, que me ha llegado de los británicos. Ellos inventaron ese deporte. Así pues, cuando chuto un balón y marco un gol, me estoy siendo un poco británico. Me gusta tomar café por la mañana, por lo que tengo que dar gracias a los etíopes que lo descubrieron, y a los árabes y turcos que difundieron esta bebida por todas partes. Me gusta endulzar el café con una cucharada de azúcar, por lo que estoy agradecido a los papúes, que empezaron a cultivar la caña de azúcar en Nueva Guinea hace al menos 8.000 años. A veces complemento el café con un poco de chocolate, que me ha llegado desde los bosques tropicales de Centroamérica y Amazonia, donde los nativos americanos empezaron a hacer golosinas de cacao hace ya 5.000 años.
Algunos judíos no son amantes del fútbol, no beben café y evitan el azúcar y el chocolate. Pero siguen debiendo muchas cosas a los extranjeros. El hebreo, la lengua sagrada del judaísmo, tomó prestadas muchas de sus palabras, modismos y estructuras básicas de otras lenguas como el fenicio, el acadio, el griego, el árabe y, sobre todo, el arameo. Hay trozos enteros del Antiguo Testamento escritos en arameo y no en hebreo, al igual que grandes partes de la Mixná, el Talmud y otros textos judíos clave. Los antiguos arameos veneraban al dios Haddad y no a Jehová, y mataron a varios reyes judíos, pero difícilmente podemos imaginar la lengua y la cultura judías sin la contribución de los arameos. Los judíos ortodoxos se van de este mundo al sonido arameo de la oración ‘kaddix’. En algún momento, hace unos 2.500 años, los judíos incluso abandonaron su propia escritura hebrea, y hasta la fecha escriben la Torá, el Talmud y los periódicos en escritura aramea.
En cuanto a la propia idea de escribir, no es una aportación de los arameos, sino de los antiguos sumerios. Miles de años antes de que viviera el primer judío, algunos frikis sumerios crearon una ‘start-up’: utilizar un palito para imprimir unas marcas en un fragmento de arcilla. Inventaron un código para estas marcas y crearon la tecnología de la escritura, que acabaría dando lugar a los libros, periódicos y sitios web.
Al judaísmo le han llegado de fuera no sólo la lengua y el sistema de escritura, sino incluso las creencias religiosas básicas. Por ejemplo, la creencia de que los humanos tienen un alma eterna que será castigada o recompensada en el más allá no se menciona en lugar alguno de la Torá y, aparentemente, no era parte clave del judaísmo bíblico. El Dios del Antiguo Testamento nunca promete a la gente que si sigue sus mandamientos gozará de la felicidad eterna en el cielo, y en ninguna parte amenaza que, si peca, se quemará en el infierno toda la eternidad.
La creencia en una vida personal en el más allá se filtró en el judaísmo desde otras fes, sobre todo desde la filosofía griega de Platón y la religión persa del zoroastrismo. Los persas también dieron a los judíos la idea del demonio; y del mesías.
Desde la comida hasta la filosofía, desde la medicina hasta el arte, la mayoría de las cosas que nos mantienen vivos, y la mayoría de las cosas que hacen que la vida valga la pena, no las inventaron los miembros de mi nación particular, sino gente de todo el mundo. Esto es cierto no sólo en el caso de los judíos, sino en el de todos. Una vez, alguien que quería menospreciar las culturas africanas preguntó socarronamente: “¿Quién es el Tolstoi de los zulúes?” Parece que aquella persona creía que ninguna cultura de un pueblo africano –ni la de los zulúes ni ninguna otra– producía obras literarias comparables a ‘Guerra y paz’ o ‘Anna Karènina’. Ralph Wiley, un periodista afroamericano, respondió a ese desafío con una sencillez impresionante. Wiley no enumeró a autores zulúes como Benedict Wallet Vilakazi, Mazisi Kunene o John Langalibalele Dube. Tampoco insistió en que autores africanos como Chinua Achebe, Chimamanda Ngozi Adichie o Ngugi wa Thiong’o son tan buenos como los autores occidentales. Wiley evitó por completo caer en esta trampa sectaria. En lugar de eso, escribió en el libro ‘Dark witness’ que “Tolstoi es el Tolstoi de los zulúes, a menos que se encuentre beneficioso convertir los fenómenos universales de la humanidad en propiedades tribales exclusivas”.
En contraste con el punto de vista de los racistas fanáticos, así como de las personas que llevan al extremo la condena de la “apropiación cultural”, Tolstoi no es propiedad exclusiva de los rusos. Tolstoi pertenece a todos los humanos. Tolstoi mismo estuvo profundamente influido por las ideas de extranjeros como el francés Victor Hugo y el alemán Arthur Schopenhauer, por no decir Jesús y Buda. Tolstói habla de sentimientos, preguntas e ideas que son tan relevantes para los ciudadanos de Moscú y San Petersburgo como para los de Durban y Johannesburgo.
Hace dos mil años, el dramaturgo afroromano Terencio, un esclavo liberado, expresó la misma idea clave cuando dijo: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”. Cada ser humano es heredero de toda la creación humana. Las personas que en la búsqueda de la identidad reducen su mundo a la historia de una sola nación dan la espalda a su humanidad. Devalúan lo que comparten con todos los demás humanos. Y devalúan cosas mucho más profundas. Todos los inventos e ideas de los humanos en los últimos miles de años son sólo la capa externa de lo que somos. Bajo esta capa, en las profundidades del cuerpo y de la mente, contenemos cosas que han evolucionado a lo largo de millones de años, mucho antes de que hubiera ningún ser humano. Este misterio profundo se manifiesta en todo lo que siento y pienso. Para entender quién soy, es necesario que me abra a este misterio y lo explore, en lugar de conformarme con una historia sobre mi pertenencia a una tribu de gente que vivió durante varios miles de años en unas colinas situadas cerca de algún río.
Piensen, por ejemplo, en nuestros rituales amorosos. ¿Qué sentimos cuando vemos a alguien que encontramos atractivo, cuando nos cogemos de la mano por primera vez, cuando intercambiamos un primer beso? Piense en la tormenta emocional, las esperanzas y los miedos, el cosquilleo en la barriga, el aumento de la temperatura corporal, la respiración acelerada. ¿Qué son todas estas cosas que fascinan infinitamente a los escritores y sobre las que los cantantes nunca se cansan de cantar?
No son cosas que hayan inventado los judíos, los arameos, los rusos ni los zulúes. Estas cosas no las inventó ningún humano. La evolución las ha modelado a lo largo de millones de años, compartiéndolas no sólo con todos los demás humanos, sino también con los chimpancés, los delfines, los osos y otros muchos animales. Los rituales religiosos como el bar mitsvá judío o la eucaristía cristiana tienen como máximo 2.000 años de antigüedad y conectan la generación actual con unas 100 generaciones anteriores. Sin embargo, los rituales de enamoramiento de los mamíferos tienen decenas de millones de años y nos conectan con millones de generaciones anteriores de mamíferos e incluso con antepasados premamíferos.
Si insisto en reducir mi identidad a pertenecer a un grupo humano concreto, destierro todo eso. Dejo poco espacio en mi identidad al fútbol y al chocolate, al arameo y a Tolstoi, e incluso al enamoramiento. Lo que queda es una reducida historia tribal, que puede servir como arma afilada en las batallas de la política identitaria, pero que tiene un elevado precio. Mientras me ciña a esta historia restrictiva, nunca sabré la verdad sobre mí mismo.
Copyright Yuval Noah Harari 2023
TRADUCIDO DE LA VERSIÓN CATALANA POR NABARRALDE
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