La pancarta

Una crítica frecuente al presidente Quim Torra es la de haberse centrado en el simbolismo en detrimento de la eficacia. La razón esgrimida por los socios de gobierno para forzar elecciones anticipadas ha sido precisamente la ‘inutilidad’ de la desobediencia simbólica. Y aún hay quien le reprocha haberse jugado el cargo por un símbolo (una pancarta) que no alteraba nada, tanto si permanecía en el balcón como si se descolgaba. Y que además Torra acabó descolgando, añaden para resaltar la futilidad de aguantar la mirada a la Junta Electoral Central.

Quizás sea deformación profesional, pero me inquieta la primariedad de tanta prevención a la simbología. ¿Qué creen que hacen los diputados en el Parlamento, sino dar expresión simbólica a la voluntad de los representados? No lo digo con socarronería, aunque la ironía sería fácil, dado el bloqueo de la institución por el Estado. Lo digo asombrado al descubrir que hay profesionales del parlamentarismo, educados en el seno de los partidos, que aún no saben que lo que hacen -y que por eso cobran-, es decir, hablar, es la acción simbólica por antonomasia. Menospreciar el ‘symbolon’ en beneficio de la ‘pragma’, reducir el símbolo a la categoría de cosa, no sólo haría inviable la institución sino la misma vida política.

En el primer volumen de la ‘Filosofía de las formas simbólicas’, Ernst Cassirer apuntaba que las diversas culturas consideran sus símbolos no sólo objetivamente válidos sino como el núcleo de lo que se tiene por objetivo y real. A poco que se reflexione, cualquiera se da cuenta de que la realidad humana es simbólica; o, dicho al revés, que el simbolismo nos humaniza envolviéndonos de significaciones. El nuestro es eminentemente un universo de signos y el signo es la materia prima de la simbolización. El acceso a la vida simbólica es un misterio, pero sea cual sea el origen de esta extravagancia de la naturaleza, la adquisición del signo es, según Cassirer, el primer paso hacia el conocimiento de la naturaleza objetiva de la cosa. Esto es así porque en el flujo de los contenidos de la conciencia el signo es una muestra que permite destacar alguna experiencia. Cuando un contenido de la conciencia se asocia, el signo lo estabiliza y le infunde permanencia. La clave de esta capacidad de otorgar duración es la idealidad del significado, que perdura cuando la sensación correspondiente al contenido de la conciencia ya se ha extinguido. La persistencia del significado abre la puerta a la universalidad de la comunicación, del arte, de la ciencia y también de la política.

Observemos la pancarta de Torra. Junto al lazo amarillo, símbolo en segunda potencia, la frase ‘Libertad presos políticos y exiliados’ es un símbolo complejo: de solidaridad, de indignación, de reivindicación, de desafío, de dignificación de la institución del gobierno acosado por el 155 y sus diversos agentes; de activismo, por tanto. Un símbolo eficaz a partir del momento en que el Estado lo entiende en todos estos sentidos. Y porque lo ha entendido reacciona con brutalidad, proclamando, como los lerrouxistas de hoy en día: ‘¡Delincuente, delincuente!’ Los símbolos, pues, delinquen, ergo hacen cosas, cambian el mundo. Decir del gesto de Torra que era simbólico en el sentido de inútil y por lo tanto superfluo es tanto como decir que también lo ha sido, por inútil, llevar lazos amarillos en la solapa o en el vestido, ponerlo en lugares públicos y defenderlos cuando las guerrillas de Ciudadanos iban a arrancarlos con nocturnidad. Es tildar de inútiles las manifestaciones en apoyo de los presos, las acciones de los CDR, del Tsunami Democrático y hacer frente a una policía que entre el 17 de agosto de 2017 y octubre de 2019 se dio la vuelta como un calcetín, pasando de ser la policía del país a formar parte de los cuerpos represores que el Estado envía contra Cataluña. Es rebajar la desobediencia del Primero de Octubre a la categoría de simbolismo inútil, pues el referéndum no sólo no consiguió imponer el criterio democrático sino que sirvió de excusa para desatar el profundo anticatalanismo del Estado.

La pancarta de Torra es un símbolo performativo, equivale a una acción. Una acción que es importante porque viene de la máxima autoridad de Cataluña. Irónicamente, quienes recriminan al presidente por distraerse con actos simbólicos son los mismos que le reprochan de hacer activismo en el ‘govern’. La contradicción es palmaria, pero la coherencia no es el fuerte de los que dicen estar en la misma trinchera que Torra a pesar de hacer tiempo que han rendido las armas. Torra hace cosas. Cosas importantes. Hasta donde le dejan. Mantiene la dignidad de la institución y eso ya es mucho cuando se encabeza un govern apenas tolerado y con unos pasivos que ahora no viene al caso enumerar. Nadie engorda de dignidad, pero depende de ella que no se acabe de romper el vínculo entre la gente y las instituciones. Digámoslo claramente: Torra no inspira como Puigdemont, pero su compromiso no es menos firme y supera ampliamente el de quienes les han precedido desde la reanudación de la autonomía.

Quienes rechazan su ‘auctoritas’ simbólica desarman la autoridad del parlamento. Las formas culturales son eficaces cuando demuestran energía. La del gobierno catalán, aunque sea adaptándose a la amenaza de un artículo 155 recurrente, será eficaz en la medida en que defienda su soberanía. Y en este terreno, el simbolismo lo es casi todo. En política los gestos son actos. Para que la conciencia recupere un contenido debe producir un signo que lo haga presente, que lo represente, y la re-presentación no puede ser una reiteración de la impresión original. Debe ser una repetición en forma de reflexión, es decir, una nueva relación con el contenido que implica reconocerlo como pasado, pero un pasado pleno de significado. El gesto simbólico del presidente Torra que ha provocado el mal paso del presidente del parlamento recuperaba en el plano institucional el desafío -democrático y pacífico- de defender las urnas. Era la memoria efectiva, no sólo por el hecho de rechazar la autoridad antidemocrática de la Junta Electoral Central, sino también por el mismo contenido de la pancarta. Porque exigir la libertad de los presos políticos y los exiliados es a la vez defender la libertad de expresión ante un Estado que censura la expresión simbólica y dotar de significado reflexivo, pensado y deliberado a lo que se vivió el Primero de Octubre cuando el pueblo catalán se transfiguró. Ese día, los catalanes irradiaron coraje y determinación en todo el mundo. Las imágenes de aquella jornada tomaron un vuelo simbólico inesperado cuando gente de muchos otros países se identificó con aquella ansia de libertad, y comprendió mejor que con mil discursos que los catalanes son un pueblo. Es de este reconocimiento del carácter nacional de donde acabará viniendo el de los derechos que se derivan del mismo, si antes los catalanes son capaces de reconstituir para ellos mismos el sentido de la palabra ‘pueblo’. Ya ven si tiene de sentido la desobediencia simbólica y si no es absurdo considerarla menos operativa que lamer la mano que sostiene el látigo, como si alguna vez hubiera sido posible desobedecer sin destruir los símbolos del opresor.

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