La normalidad nacional comienza en las ikastolas. Así es en todo el mundo y así debe ser también en Euskal Herria. El pasado mes de diciembre, invitado por la Ikastola Ikasberri, tuve ocasión de asistir a unos actos en Azpeitia con motivo del Día de la Escuela Nacional Vasca. La verdad es que es impresionan-te lo que se ha conseguido en este país en todos aquellos ámbitos que se hallan en manos vascas nacionalmente desacomplejadas. Alguien podría decir que las ikastolas -las auténticas ikastolas, claro-, son un espejismo de una rea-lidad mucho más compleja y adversa. Quizá sí. El país y su lengua aun están lejos de la plena normalidad. Pero la labor desarrollada hasta ahora por esas escuelas nacionales es extraordinaria. ¿Se imagina el lector en qué fase se en-contraría hoy la construcción de un “nosotros” vasco sin la existencia de las ikastolas? En las ikastolas se enseña que ser euskaldun es una manera única e irrepetible de entender la vida. Ni más ni menos que la aportación vasca al pa-trimonio de la humanidad. Ellas son -y de ahí los muchos enemigos que tie-nen- las principales constructoras de una normalidad entendida como la propia de un país adulto no subordinado a la voluntad de otro. No hay más que ver el rechazo que su existencia provoca en los partidos políticos españoles, unos partidos que perciben que el reconocimiento jurídico de la identidad vasca obli-gará a bajar de las nubes a la identidad española. Es el mismo rechazo que experimentaría una persona acostumbrada a ir siempre con tacones altos si se viera obligada de repente a ir con zapatos planos. La costumbre de esos cen-tímetros de más le habría dado una percepción equivocada de sí misma, una percepción tan halagadora que habría llegado a confundirla con la realidad. Por eso, la prescripción facultativa de usar zapatos planos supondría para ella un ejercicio de humildad que su orgullo no podría permitirse. Sería la reacción ló-gica de alguien imbuido de su propia mentira.
La satanización de todo cuanto es euskaldun tiene su raíz en ese temor. De ahí que el impagable patrimonio atávico que constituye la vasquidad se convierta en la base sobre la cual el españolismo fundamenta la desacreditación interna-cional de Euskal Herria. De ese modo, el factor ancestral -tanto del pueblo vas-co como de su lengua- es proyectado mediáticamente como sinónimo de primi-tivismo, aldeanismo, rudeza, incivilidad y, naturalmente, violencia. El cuadro es perfecto, ya que por esa vía, desacreditando intelectualmente a un pueblo que aspira a recuperar su independencia, se desacredita también la idea gene-ral de independencia asociada a toda nación sin atributos de Estado; con lo cual no sólo la reivindicación de independencia es terrorismo, también lo es la reivindicación del término “nación”. O lo que es lo mismo: no solamente pasa por ser terrorista toda persona que promueva la independencia vasca sino que también debe ser conceptuado como tal todo aquél que pida para ese país el reconocimiento jurídico de su condición nacional. En definitiva, de lo que se trata es de desprestigiar la reivindicación más justa que pueden formular un ser humano o una colectividad: el derecho a ser. Y es que no es propiamente el “derecho a ser” lo que preocupa a España, sino el hecho de que “la concien-cia de ser” conduce inevitablemente a la “voluntad de decidir”. A mayor madu-rez menor subordinación.
Esa es la razón de la aversión españolista a la escuela nacional vasca. España sabe que la euskaldunización es incompatible con la españolización. O hay una o hay otra. La diferencia entre ellas es que mientras una es natural, la otra es impuesta. La primera garantiza la existencia de un pueblo milenario, la segun-da prueba la dominación de ese pueblo por parte de un tercero. Estamos hablando, por lo tanto, del antídoto vasco contra el lavado de cerebro español. De ahí también el interés en difamar a las ikastolas diciendo que son escuelas de odio o que en ellas se enseña a odiar a España. No es cierto que en ellas se enseñe a odiar a España. En las ikastolas no se enseña a odiar a nadie. Todo lo contrario. En las ikastolas se enseña a amar, se enseña a los vascos a amarse a sí mismos.
La libertad de una nación se demuestra cuando esa nación tiene suficiente ca-pacidad para relacionarse de igual a igual con las otras naciones libres del mundo, cuando puede exigir el conocimiento de su lengua a los que vienen de fuera, cuando la historia que sus hijos aprenden en la escuela es la propia y no la supervisada por el vecino, cuando tiene la dosis necesaria de autoestima pa-ra hacerse respetar y cuando, con todas las consecuencias, toma sus propias decisiones. La nación que no puede disfrutar de esos derechos no es una na-ción libre.
Consecuentemente, la pregunta es: ¿Qué hace el pueblo vasco atrapado en el Congreso de los Diputados del país vecino? ¿Cómo es posible que no se dé cuenta del suicidio que supone aceptar la gran mentira de las democracias española y francesa? Nunca, por años que pasen, catalanes y vascos tendre-mos el más mínimo poder en España o en Francia. Nunca. Nunca lo hemos te-nido y nunca lo tendremos. La aritmética parlamentaria de esos dos países im-posibilita que podamos ser nunca algo más que una simple minoría en su casa. ¿Es éste, por consiguiente, nuestro gran proyecto nacional? ¿Rezar cada cuatro años para que el adversario no tenga una mayoría absoluta que nos impida continuar haciendo una política pedigüeña y de migajas?
¿Qué sentido tienen para nosotros estas reglas pretendidamente democráti-cas? ¿De verdad no nos damos cuenta de que España no entrará jamás en un proceso regenerativo? ¿Tanto nos cuesta comprender que si España ha acep-tado el Estado de derecho -no sin antes reinstaurar una monarquía y hacerla jurar los principios fundamentales del franquismo- ha sido porque los números le garantizaban la mayoría absoluta perpetua? Hay preguntas que el sentido común sólo puede responder con otra pregunta: ¿Qué hacemos, los catalanes y los vascos, en España?