La niebla es sinuosa, persistente, traicionera. Marca el carácter de quienes la hemos vivido desde la infancia.
Los que hemos caminado en el misterio de la niebla añoramos los inviernos en los que se colgaba días y días sobre la tierra. Se ha escrito todo sobre la niebla. La que oscurecía los valles del oráculo de Delfos hasta la que encubría en invierno los grandes ríos del Arno florentino o el Tiber romano. Recuerdo las nieblas que cubrían el río Potomac pasando por delante del Kennedy Center de Washington y las que oscurecían los días del Londres cuando el Támesis bajaba sucio.
Una experiencia de la infancia era contemplar la boira que cubría toda la Conca de Barberà desde un día radiante en las puntas de Belltall. Parecía un mar de algodón, voluble, transitorio, que cubría la vida de todos los pueblos que silenciosamente aguantaban aquella humedad persistente sin hacer ruido alguno.
La niebla es misteriosa, superficial, caprichosa. Siempre es la misma pero siempre se presenta con una extraña y nueva voluptuosidad. La niebla te descoloca, te asusta, te sorprende. Va acompañada de silencio y desconcierto. Se oyen voces lejanas, nítidas, campanudas, que parecen gritos anónimos que resuenan desde el averno. Son voces solitarias que se agrandan por la percusión del vacío ambiental. En un día de niebla espesa se oyen las pisadas de los conejos o el piar de los pájaros que no ves pero que los identificas, los escuchas, los imaginas perdidos como cualquier persona que pasea por los caminos.
Hoy he paseado un rato en medio de la niebla. Subía y bajaba siguiendo la intensidad de los vientos. Ha empezado a ponerse espesa al atravesar la Panadella, el puerto más emblemático de Catalunya, en el sentido de que te indica que, finalmente, has abandonado el área barcelonesa. La Panadella ha vivido todos los episodios primordiales de la historia del país. El historiador John Elliott nos explica documentalmente el paso de los carruajes que pasaban por este lugar trayendo el oro y la plata de los reyes de la casa de Austria camino de Génova donde los banqueros italianos les guardaban el dinero. En Montmaneu, fueron asaltados por guerrillas locales que se llevaron todas las monedas y mataron a todos los expedicionarios reales. Por ahí pasó Miguel de Cervantes antes de llegar a Igualada, subir al Bruc y entrar en Barcelona desde Molins de Rei.
La Panadella marca la frontera entre el sol y lo nebuloso. No es una situación permanente, sino cambiante, peligrosa, que marca la frontera entre el sol y la blanca oscuridad. No es una situación permanente, sino cambiante, interina.
La niebla sube y baja, se estanca, mana humedad, se seca, habla un lenguaje enigmático. La gente habla con la niebla, le da nombres estrambóticos, la trata como si fuera de la familia. Son palabras que no se enseñan en las escuelas sino que se transmiten desde la intimidad en las largas noches de invierno.
La niebla que se mueve arriba y abajo es parecida a la que Dante encuentra cuando atraviesa el río Aqueronte justo antes de entrar en el Infierno en la ‘Divina Comedia’. Es una niebla que invita a la desconfianza. No es sincera. Subiendo o bajando puede atrapar una fuerte helada y hacer estragos en árboles confiados. Los grandes destrozos de olivos en el siglo pasado coincidieron con nieblas pasajeras, superficiales, caprichosas. Pero destructivas.
Esta tarde la he visto cerca, lejos y, finalmente, se ha abalanzado sobre todos los que la veíamos de lejos, ha empezado a manar humedad, a transmitir frialdad inesperada. La noche se acerca. Las temperaturas descienden. El frío no tiene piedad. Estamos en las puertas del invierno. Sabemos que por San Sebastián, el 20 de enero, los vientos habrán vencido a las boiras. Pero hasta entonces hay que convivir con esa intrusa tan sinuosa.
Sin embargo, hay que decir que la niebla invita al silencio, a la reflexión, a la incertidumbre. Quedas aislado pero sabes que es una presión aparente, frágil, que depende del viento que pueda soplar en un cuarto de hora o en quince días. La niebla te paraliza, te desconcierta, te aturde. Pero al mismo tiempo no es hostil sino que te protege del ambiente contaminado de ruido y griterío. Pero es traicionera. Los que nos hemos criado en las puntas de niebla, donde sube y baja, caprichosamente, puede llegar a hacer mucho daño. Sobre todo si va acompañada de la escarcha que cubre todas las ramas de los olivos y puede llegar a matar a los árboles si las heladas bajan bajo cero varios días.
No tienes más remedio que amar la boira, una compañera sinuosa, incierta, traicionera y, al mismo tiempo, íntima porque penetra hasta el tuétano de todos los que la sufrimos.
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