La redacción de los nuevos estatutos de Cataluña y Euskal Herria ha avivado el viejo debate sobre el término nación. Es un debate absurdo, naturalmente, porque hace ya muchos años que la nación fue definida como una comunidad natural de personas cuya historia, cultura, lengua y territorio comunes la lleva a tener conciencia de sí misma. Lo normal, cuando esa conciencia existe, es que la nación se dote de instituciones políticas propias y que, consecuentemente, se constituya en Estado. Pero eso no siempre es posible, sobre todo si dichas instituciones, como es el caso de las de Cataluña y Euskal Herria, se hallan subordinadas a la voluntad de otra nación. De hecho, ésa es precisamente la raíz de la mayor parte de los conflictos que afectan a la humanidad. Es una vieja historia que parece no tener remedio. Pasan los siglos, pero los seres humanos seguimos sin superar el atávico afán de dominación. La única diferencia estriba en las formas; ahora son mucho más amables y civilizadas pero también más astutas y perversas. Ahora ya no se domina a los pueblos en nombre de Dios, se les domina en nombre de la democracia. Es tanto o más efectivo y, además, suena menos absolutista.
Dos de los elementos característicos de esta estrategia son el negacionismo y el desprecio. Es decir, la negación de la historia del pueblo subordinado y el desprecio por todo aquello que configura su identidad. A partir de ahí, todo cuanto diga o haga ese pueblo será considerado puro delirio nacionalista. El delirio de una comunidad que necesita inventarse un país, una bandera, un himno, una cultura, e incluso un nombre, para justificar la existencia de una nación que a ojos del mundo sólo cabe en su imaginación. De ahí que sean tantas las voces españolas políticas, jurídicas, intelectuales o mediáticas que niegan sin rubor la nacionalidad catalana o vasca. El problema, sin embargo, no es el cúmulo de falsedades y el odio étnico que propagan esas voces contra catalanes y vascos, sino el hecho irrebatible de que, jurídicamente, tienen razón cuando afirman, como el ministro español de Defensa, José Bono, que «Cataluña puede ser una nación en el sentimiento de quien lo tenga, pero una cosa es el sentimiento y otra la ley. Con la ley en la mano, Cataluña no es una nación».
Pues bien, es cierto. Porque, si bien basta con un sentimiento colectivo para adquirir conciencia de nación, es el reconocimiento jurídico de esa conciencia lo que acredita la existencia de la nación. Por tanto, cuando se produce una disonancia entre la conciencia nacional de un pueblo y su falta de reconocimiento internacional, lo más normal y saludable es que ese pueblo decida sentar las bases para dejar de ser un sentimiento y convertirse en una nación reconocida. No hay nada malo en el sentimiento, toda nación lo tiene, España y Francia también, pero sirve de bien poco si ca- rece de traslación jurídica. Cataluña y Euskal Herria, por ejemplo, se encuentran inmersas en ese proceso de autoconcienciación, un proceso que exige abandonar la catalanidad o la vasquidad emocional y sustituirla por la catalanidad o la vasquidad jurídica, que es la única que conlleva la soberanía nacional. Toda vía que no conduzca a esa estación es una vía muerta. Ni siquiera la federalista. De hecho, la federalista es una trampa del españolismo moderado con el fin de ganar tiempo y distraer la atención de catalanes y vascos con un hipotético cambio de modelo de Estado que, en verdad, jamás ha pasado por su mente realizar. Es más, aunque la estación federalista existiera, el conflicto con España persistiría por tres razones: el federalismo es incompatible con una verdadera conciencia nacional; dicha fórmula no implica el recono- cimiento o la acreditación internacionales; y, para federarse, hay que partir primero de una igualdad que no se da en la relación que mantienen Cataluña y Euskal Herria con España. Y aun en el supuesto de que esa igualdad llegara a darse, para ello sería necesario que España renunciase voluntariamente a su condición de nación hegemónica y que vascos y catalanes, a su vez, rebajasen, contentos y felices, su recién adquirida soberanía. Cosa absurda en el primer caso e improbable en el segundo.
Por todo ello es de importancia capital que el término nación aparezca en el articulado de los estatutos catalán y vasco. Aceptar, como han hecho CiU, PSC e ICV, que el texto catalán diga finalmente en el preámbulo que «ciudadanos y ciudadanas catalanes sienten Cataluña como una nación» es, además de una estupidez, una claudicación histórica. Una estupidez, porque sólo un pueblo carente de autoestima puede definirse a sí mismo como una emoción. Una claudicación, porque no supone el más mínimo avance desde un punto de vista jurídico. Las razones esgrimidas por España son que no todos los catalanes piensan que Cataluña es una nación. Cierto. ¿Pero entonces por qué no se aplica el mismo criterio en la Constitución española? Al fin y al cabo, si Cataluña y Euskal Herria son España, es vidente que hay españoles que no creen que España sea una nación. Euskal Herria debería mantenerse firme en este tema y no caer en la misma trampa. Para una nación con conciencia de serlo, un Estatuto no puede ser jamás un fin en sí mismo. Un Estatuto nacional es siempre la transición entre dos constituciones, la que tenía esa nación antes de verse subordinada a otra y la que tendrá cuando recupere la soberanía que le fue arrebatada.
Tampoco es admisible una frase que, siguiendo el esquema de Pasqual Maragall, diga algo así como «el pueblo vasco es una nación y España una nación de naciones» porque, a pesar de que permite introducir el término nación, constituye una trampa semántica. De hecho, se trata de un fundamento racista. Para empezar, el término «nación de naciones» carece de base jurídica. No existe esa condición ni ningún pueblo puede atribuírsela. Admitirla supondría admitir también que hay naciones y subnaciones y que, de acuerdo con este criterio, España es un pueblo superior y Cataluña y Euskal Herria son pueblos inferiores. Estaríamos, como digo, frente a un principio racista según el cual el mundo se dividiría entre pueblos superiores e inferiores o, lo que es lo mismo, entre pueblos soberanos y pueblos subordinados.
Otro elemento trampa es el de la historia. España recurre a él a menudo porque genera un debate que sólo desgasta a la otra parte. Mientras España se avala por su propia condición de Estado, Cataluña y Euskal Herria se ven obligadas a buscar pruebas en el pasado. En cierto modo, es como si el derecho a la libertad de un ser humano dependiese de su árbol genealógico. No es aconsejable entrar en ese terreno, salvo en situaciones desapasionadas de naturaleza académica, puesto que dicho debate, al ser desigual Estado frente a nación sin Estado conlleva un desgaste inútil de energía para la parte más débil y suele acarrear una gran frustración.
Cataluña y Euskal Herria no tienen que demostrar su condición de nación porque sencillamente lo son. Pero esa verdad no se fundamenta sólo en su pasado, sino en su firme voluntad de ser. Quiero decir que aunque no hubiesen sido jamás un Estado como eran los estados en su día, aunque el Estado navarro, pongamos por caso, no hubiese existido y el pueblo vasco, en lugar de ser uno de los más antiguos del mundo, tuviese sólo cien años de historia, bastaría con su voluntad de autogobernarse para que ningún otro pueblo pudiera oponerse a su autodeterminación. Pues bien, con las naciones pasa lo mismo que con las personas: no es su origen lo que les da derecho a decidir, sino su sola, sencilla e inviolable existencia.