En la génesis de los pueblos, los conflictos étnicos, culturales y políticos han sido elementos definitivos a la hora de concretar su soberanía o su desintegración. En los siglos XII y XIII Nabarra pudo aunar las distintas sensibilidades políticas, culturales e incluso religiosas, y constituirse como estado soberano. Supo neutralizar las crueles hostilidades y el encono de la guerra urbana de los Burgos en el s. XIII. Pero no supo, o no le dejaron, componer dentro de sus fronteras la prolongada contienda entre agramonteses y beamonteses. Fue el germen del desmantelamiento del estado nabarro.
Con la invasión de Nabarra, nuestra soberanía, “de facto”, pasa al Rey de Castilla y queda en manos de los intrigantes cortesanos de Castilla. Es el momento en que podemos hablar de las dos Nabarras. Una, sin duda la mayoritaria, hasta bien avanzado el siglo XX, que mantuvo firme la reivindicación plena de su soberanía en una Euskalherría libre. La segunda, la “Navarra foral y Española”, la que de tanto mirar a Castilla y admirar las proezas del Imperio y su historia, llegó a ignorar, despreciar y destruir la propia.
Cuando hablamos de la Nabarra de los Jaso, igualmente podíamos referirnos a la Nabarra de los Velez de Medrano, Azpilikuetas, etc., y a tantos otros a quienes Castilla, con rabia y regocijo, arrebató su sangre y patrimonios. ¡Y, cómo no! A ese gran mártir, don Pedro de Nabarra, asesinado por no querer doblegar la rodilla ante el Rey de Castilla, usurpador de nuestra soberanía. ¿Alguna vez se rescatará de esa historia vilipendiada por los españolistas su entereza, despreciando vida y honores a cambio de la soberanía del pueblo nabarro? Y no me digan esos “falsos navarristas” que el padre de San Francisco Javier y otros insurgentes nabarros reconocieron a Fernando el Católico. Muchos bascos juramos en la mili la bandera española. ¿Acaso nos quedaba otra alternativa? “A la fuerza ahorcan”. Somos humanos a los que a veces sólo se nos deja una alternativa: la peste o la muerte.
El héroe libanés Abdul Karin Kabil gritaba desde el patíbulo “Mis queridos compatriotas, los turcos quieren sofocar la voz de nuestros pulmones… Pero nosotros pediremos a las naciones civilizadas del mundo nuestra independencia y nuestra libertad”. Ése ha sido el grito de la Nabarra basca durante siglos. La respuesta de España ha sido inmutable: guerras, represión, cárceles, tribunales especiales, destrucción de nuestra lengua y patrimonio cultural, manipulación oficial y mediática de nuestra historia, hasta convertirla en una elucubración de visionarios fanáticos o románticos desfasados.
La Navarra española se dedicó a otros menesteres. Nos confeccionó una historia de obligado aprendizaje en la que Viriato, los reyes godos, el Cid Campeador y hasta el guerrero de antifaz nos ilustraban sobre la cosa esa de los valores eternos. Nos alucinaban con las sacrosantas panoplias del imperio de Dios, grandes capitanes, duques, reyes endiosados y santos. ¡Si Francisco de Xabier, a quien expoliaron, humillaron y expulsaron de Nabarra, levantara la cabeza!
Hoy mismo, sin ir más lejos, se ha llegado a una situación que a la luz de los derechos humanos se me antoja de una desfachatez escandalosa. Es la convicción de muchos españolistas de que la decisión de un pueblo, llámese catalán o basco, depende del fallo del resto de los españoles (¡qué respeto a la voluntad de los otros ciudadanos¡) ¿No es eso aseverar que los títulos de propiedad de nuestros pueblos son de España? En tal caso ¿nos compró? ¿Nos entregamos voluntariamente? ¿O acaso nos robaron sin nuestro beneplácito?
Los de la Nabarra basca aprendimos que donde se decía imperio había que entender expolio y genocidio; donde ponía nobleza, muerte, miseria, decrepitud y bancarrota; donde con insufrible arrogancia se hablaba de héroes y conquistadores, déspotas, pillos, ganapanes o asesinos de indígenas.
La labor del Imperio fue minuciosamente controlada, propagada y estimulada por todos aquellos que, desde el conde de Lerín hasta nuestros días, han servido generosamente a la corte. Era la Navarra foral y española. Su españolidad se ensañaba tratando de impregnar absolutamente todo. Desde el aurresku hasta el mito de nuestro más recóndito kobazulo; nuestras leyes propias (¡Cómo les hubiera gustado saturar de savia hispánica el roble de Gernika!) y nuestra administración peculiar; nuestros juegos y deportes… En la medida en que no se lograban hispanizar nuestras instituciones, las despreciaban o ninguneaban, cosa que tampoco nos quitaba el sueño mientras nos dejaran a nuestro aire.
En esa Navarra la foralidad sólo ha servido para dar cobertura a los chanchullos y pelotazos de los caciques del reino; y poco más. Hoy se han metido a cementeros, y si alguien no les pone coto, son capaces de hormigonarnos desde Urdax al Moncayo. A ver si con tanto cemento consiguen arrasar cualquier indicio de vascorro o de HP de basco, su apelación predilecta.
Como resultado de ese autoodio han desarrollado una cultura cutre y muy ególatra. Siempre en pos de la jota más brava, con el pecho y garganta convenientemente abotargados voceando ese “si se hunde el mundo que s´hunda… ellos siempre p´alante…” Bravo ejemplo de solidaridad con el resto de los pueblos.
La Nabarra de los Jaso se orientaba al mar y a Europa a través de unos Pirineos siempre abiertos. Eran nuestro enlace con la economía (que no tuvo más remedio que atosigarse ante las pocas oportunidades que nos dejaba Castilla), el comercio y la cultura europeas. En la Nabarra ocupada, los invasores mancillaron el idilio y la paz de nuestros prados y riscos. Estrangularon las comunicaciones entre Hegoalde e Iparralde rompiendo la comunidad nabarra. Nos aislaron secularmente de Europa. Todas las aspiraciones y voluntades de Euskalherría habían de franquear y deambular por el frío y sediento páramo castellano. Allí morían nuestros anhelos, cuando no se traspapelaban en los despachos de la corte. Lo único que llegaba de Madrid eran requerimientos de tributos, levas, contrafueros o desafueros. Y por supuesto, virreyes, jueces arbitrarios y omnipotentes, administradores, obispos con su sequito inquisitorial y sus Fray Gerundio de Campazas. Todos, por supuesto, bien guarnecidos de tropas represivas.
Éste es el genuino relato de la crónica que la Navarra española trata de ocultar y manipular. Pero, sobre todo, es la historia que los nabarros que nos sentimos bascos hasta los tuétanos queremos resucitar y reivindicar. Lo hacemos convencidos de que la regeneración de Nabarra es inseparable de la regeneración de su cultura y de la reposición de sus derechos soberanos.
Cada cultura ostenta sus distintivos. Nosotros, los nabarros euskaldunes defendemos con auténtico orgullo nuestro euskera. (Gure ama hizkuntza, haiek harrapatu digutena). Los navarros españoles y sus compinches “ciudadanos del mundo”, ¡ja!, la lengua del imperio (está claro que también nosotros la amamos y la cultivamos; he aquí el ejemplo) y el inglés (que evidentemente se defiende por sí sola). De imperio a imperio. No pueden desprenderse de esa querencia los de la Navarra imperial.
Tenemos nuestros mentores: los Moret y Aleson, Madrazo, Altadil, el gran Campión (tan despreciado por la historiografía oficial y españolista), Lacarra, Jimeno Jurío… Y evidentemente, a todos esos investigadores contemporáneos que por no ser de la cuerda españolista, a parte de no ver un euro foral, son ignorados y vituperados.
La Navarra cañí nunca ha parecido excesivamente preocupada por sus fuentes historiográficas. Ignoro si aparte de los testos oficiales emanados de los cenáculos del imperio, con la inspiración de los Mariana, Menéndez y Pelayo y adláteres, dispondrán de otros historiadores de solvencia reconocida. ¿Quizás? ¿Tal vez?
Las dos tendencias han conformado y hoy actualizan un profundo conflicto. Ésta es actualmente la cruda realidad. De nada sirve que una parte lo niegue. Ahí seguirá pertinaz, al menos hasta que permanezca el último hálito basco.
Este contencioso ha supuesto que en el largo proceso reivindicativo del pueblo basco el sufrimiento haya marcado a fuego su existencia. Y ha acarreado, lo habitual en insurgencias parejas, un cúmulo de claroscuros, de aciertos y de errores. No es el momento de desmenuzar la historia.
Surgida desde las propias raíces de la insurgencia del pueblo basco nació ETA, e indudablemente ha dejado una estela de tragedia y dolor. Pero este pueblo (tanto los que ya no aceptamos ni por ética, ni por estrategia sus métodos, como los que la entienden), ha sido insumiso, solidario, antiglobalizador, defensor de los derechos humanos. Este pueblo está soportando jueces corruptos, arbitrarios (me pregunto qué demonios tendrán que ver con el derecho o con el hecho de impartir justicia. Más, estoy convencido de que no son jueces sino comisarios políticos), cárceles de exterminio, represiones policiales y mediáticas inconfesables, negación de los mas elementales derechos humanos. Eso ha sido todo lo que España ha dado a Euskalherría.
En mi humilde opinión, el conflicto de las dos Nabarras en el fondo es el conflicto de toda Euskalherría. Sí, estamos hartos de guerras y contiendas.
Necesitamos mediadores y árbitros imparciales. Apelamos a los organismos internacionales que no han visto ningún problema en la libre determinación de Eslovenia, Chequia Lituania… Hoy Montenegro.
Pero hay algo que nos da pavor. Es que la contienda entre las partes haya de resolverse en el campo de juego de la parte española; que el árbitro y el cómite de apelación sean españoles. Y sobre todo, y eso es lo más grave, que sea el ejército español (art. 8 de la Constitución) quien vigile el contencioso y sus resultados. ¡Para este viaje…!
Yo le digo a la otra Navarra que esté segura de que mientras nos quede un soplo de vida no hemos de renunciar a nuestra identidad basca. Diré como Galindez -ahora que conmemoramos su cincuentenario- asesinado por el fascismo (¿Trujillo, el FBI, Franco? Entre todos): “Soy un basco, rebelde… pero solidario con todos los pueblos que no tienen voz”.
Nabarralde 17/3/2006